jueves, 24 de enero de 2013

Me acuerdo de... y tenía tres años. Capítulo 5º

Las armas

Si te pillaba “de cotilleo con la vecina”, como él decía, lo primero que te ganabas era el "paquetazo". Esto no era otra cosa más que darte con un paquete que consistía en un mazo de papeles que había formado con un almanaque viejo, de los que había que ir quitando una hoja cada día y se colocaban en la pared.
Al menos contenía 365 hojas y su tamaño sería de 15x10x5 cm aproximadamente. Lo tenía bien apretado con cuerda de bramante, dándole varias vueltas cruzadas y lo lanzaba cuando veía que alguno estaba hablando y tenía vuelta la cabeza hacia el vecino del pupitre de detrás del suyo. Y, entonces… ¡catacrác! Hacía blanco con el paquete en el cogote del interfecto. Hay que ver qué puntería tenía el andoba.

La hoja de aquellos calendarios la quitaba don Vicente, o el pelota número uno indistintamente, todos los días; el “número dos” apuntaba en el encerado a los que hablasen cuando el profe salía de clase, como por ejemplo al servicio. Él no echaba moneda porque ya se sabe que el que manda, manda. A veces subastaba "el apuntador", pero claro, casi nadie pujaba y solía ser siempre el mismo.
El pelota número tres era un infiltrado en nuestro grupo –la verdad es que yo no sabía entonces qué era eso- y se le decía así porque el padre de uno de los nuestros le puso ese mote, sin saber quién era, ya que el profe siempre se enteraba de lo que hacíamos fuera del cole, incluso si lo hacíamos los sábados, los domingos y los días de “fiestas de guardar”. Como es de suponer, al principio no sabíamos su identidad, pero dadas las consecuencias, el padre de nuestro amigo dijo aquello: que teníamos un infiltrado en nuestras filas.

Por cualquier otra cosa, como un garabato en un cuaderno, un borrón, un agujero de tanto borrar, etc., te podía dar con la regla en las puntas de los dedos -aunque era en las uñas y con ellos juntos-, como darte con una vara flexible que tenía, semejante al bastón de Charlot.
Incluso nos hacía demostraciones como las que hacía el actor; lo flexionaba obligándolo contra el suelo, lo soltaba y cuando saltaba: ¡Ale hop! lo cogía en el aire; ¡pedazo de artista él! Al igual que si fuese El Zorro, te apuntaba y... ¡olé sus mengues! en una, o dos horas a lo sumo, tenías "la marca de aquél zorro" sobre la cara, o cualquier otra parte corporal, y durante unas cuantas semanas.

También podía atizar –pues nadie se lo impedía o se lo prohibía- con una correa de goma de un motor. La había cortado y llevando uno de sus extremos hacia atrás, lo había unido a cierta distancia con cuerda fina de bramante, de tal forma que pudiera usarse como asa del látigo en que la convertía. Con aquella correa me cruzó –literalmente- la cara.
Un día –cualquiera, pues no recuerdo la fecha en que fue- habíamos salido al recreo y nos fuimos a correr por fuera del recinto del colegio, cómo hacíamos de vez en cuando. Aunque el recinto era imaginario, ya que no le quedaba en alto nada del alambrado perimetral que lo delimitara en su día.

Tan sólo quedaban algunos postes de hierro en pie, pocos, limitándose a uno acá y otro allá, más los de las esquinas. Y ¡asombroso! las puertas existían –o subsistían- oxidadas y solitarias en medio de la nada, abiertas de par en par, ya que debido al óxido acumulado que tenían las bisagras, por la erosión y el desuso, no se podían mover.
La maya metálica estaba hecha una cuerda, de retorcida que estaba, y reposaba en el suelo, sujeta aún a los postes por abajo, e igualmente oxidada. Por algunos tramos la habíamos integrado en la tierra, pues era pisada y repisada diariamente, ya que “salíamos y entrábamos” al recinto por donde nos venía en gana, al no tener obstáculo físico que nos lo impidiera.
Para colmo, salimos por la puerta a correr unos cuantos kilómetros, teniendo que rodear el recinto para dirigirnos al comienzo del circuito que nos habíamos trazado de antemano.
Cuando regresamos estaban todas y todos, incluso párvulos, aún en el recreo, excepto nuestros compañeros de clase y el maestro. Nos miramos entre sí y nos encogimos de hombros, en gesto de extrañeza, mirando en todas direcciones por si veíamos a alguno. ¿Qué pasa, donde están los de nuestra clase? –nos preguntábamos-.
No podían haberse ido todos a correr por otro sitio y más improbable era que se hubiese ido con ellos D. Vicente, pues por allí tampoco estaba.
Estaban todos en clase, nos dijo uno de mis hermanos mayores, y que había sido "el Hermosilla segundo" quien se lo había chivado al profe. ¡Hombre ya sabíamos quién era el "infiltrao" que nos vendía y nos delataba; un compañero nuestro de correrías. No de todas, pues no era muy lanzado que digamos. Claro que, así se explicaba el que no secundara muchas de las nuestras, como la del maratón reciente por ejemplo.
Pero es que mira que éramos tontos, si era el hermano del “número uno”, tanto de los de la clase como el de los pelotas.
Llegamos a la puerta de clase y llamamos. -¡Que paséis! -nos gritó un compañero-. ¿Qué raro, no estará D. Vicente? -nos extrañamos-. Abrimos la puerta y como su mesa quedaba enfrente, y desde la puerta se veía toda la clase a nuestra izquierda, comprobamos que no estaba ni en su sitio ni por allí. ¡Qué confundidos estábamos!
La puerta se abría a derechas, quedando detrás de ella hueco suficiente para que abriera y no diera en la pared. Comenzamos a entrar de uno en uno, pues la puerta era de doble hoja, pero se abría solamente una de ellas.
No sé qué puesto ocupaba yo en la fila, por la mitad quizás, de unos catorce o quince que éramos los que fuimos a correr, cuando vi que el primero, pasado un paso más adelante de la puerta, recibía un correazo suave en la espalda. Era el número uno, que no sé si vendría de los servicios, pero se plantó delante de todos los que habíamos hecho “la Maratón”.
Según fuese más o menos "bien visto" por el profe, recibía el golpe más fuerte o más flojo. A unos les daba en la espalda, a otros en el trasero y a otros en las piernas, pues: ¡Debéis tenerlas fuertes! Decía el inquisidor, según descargaba el golpe.
Cuando me tocó el turno ya iba preparado, pues me esperaba el latigazo más fuerte y en cualquier sitio, a tenor de lo que llevaba visto. Como vi cómo pegaba a los otros compañeros, aunque más hacia arriba del trasero que hacia abajo, creí que me daría en el culo o lo más alto en la espalda, pero no pensé que fuese a hacerlo tan arriba, en la cara. Yo era un Varea –con uve- y los Varea no estábamos bien vistos, ni bien mirados por los profes, y menos aún por aquél, pues lo suyo pasaba de odio o inquina.
Sentí como si me hubiese dado, más que un golpe, que me hubiese aplicado un hierro candente. Ya me había quemado yo alguna vez y sabía lo que se sentía; solamente calor, mucho calor, después venía el dolor.
Sentí que ascendía, que me separaba del suelo y que la clase se quedaba a oscuras, encendiéndose dentro de mi cabeza un montón de lucecitas, al tiempo que en el oído izquierdo comencé a oír un pitido cada vez más agudo y a sentir que perdía la audición, aunque esto lo sentí también en el derecho. Lo que en realidad ocurrió, es que me estaba cayendo al suelo.
El golpe dado, o la forma de aplicarlo, necesita de una ligera aclaración, ya que el maestro se encontraba detrás de la puerta y a nuestra derecha según íbamos entrando. Nos veía a cada uno individualmente, cuando pasábamos ante la rendija que quedaba entre la puerta y su cerco.
Posicionados ambos de aquella manera, el golpe tendría que haberlo recibido en el lado derecho de la cara, o como esperaba yo, al ver cómo daba a mis compañeros, me vendría de ese lado hacia la izquierda, tanto si me daba en el culo como en la espalda o en las piernas.
Lo que no me esperaba es que la correa viniese de abajo arriba, de izquierda a derecha y de delante de mí hacia la cara, aunque él estuviese a mi derecha. Y es que el muy bruto lo que quería era cruzarme la cara con el zurriago “automovilístico”, salido de su caletre de mala leche, pues así era todo lo que salía de su luminaria inventiva en materia de castigos y aún de picardías y picaresca. Creo que con esta descripción se harán una idea de la trayectoria del “brazo exterminador” de aquél cafre.
Me ayudaron mis compañeros a levantarme, acompañándome hasta mi pupitre, donde me senté con la mano en la cara, tapándome el carrillo y la mandíbula que era donde había recibido el zurriagazo, notando que me ardía cada vez más.
Al sentarme, comenzó a desaparecer la oscuridad en mis ojos, o la clarividencia se iba haciendo en ellos, y el pitido de mis oídos se trasformó en zumbido, haciéndome sentir un bulto opresor en el paladar. La herida iba desde el mentón hasta la oreja, por el lado izquierdo de la cara.
Desde mi sitio, veía borrosos a mis compañeros como seguían pasando y como les atizaba siguiendo el mismo albedrío que antes de pasar yo. Después, mis compañeros me dijeron que a nuestro amigo Meco –Manolo, Manuel Meco se llamaba- también le dio fuerte en la espalda, aunque trató de pasar agachado, pero como don Vicente le vio por la rendija entre la puerta y el cerco, ya estaba prevenido y en vez de un latigazo le sirvió tres del ala. Por supuesto, también descargó los golpes con fuerza, de tal forma que le dejó tres rayas rojas en la espalda, yéndole de lado a lado la trayectoria
Al rato de estar todos sentados, me sentí húmedas las manos, me las miré y vi que las tenía manchadas de sangre. Un compasivo compañero se lo dijo al maestro. -¡Don Vicente, “el Varea” está echando sangre! -¡Eso es bueno, así se le va un poco de la mala que tiene! Fue la contestación de aquél energúmeno.
Aquello me dolió casi tal cual el golpe. -¡Cuando llegue a casa que le lave su madre! Apostilló, dando a entender, o dándolo por sentado –que fue cómo me quedé-, que no iba a dejarme ir a los lavabos a lavarme la herida.
Esta fue pasando por toda la gama de colores en los días sucesivos, llegando a inflamarse de tal forma que parecía que tenía paperas. Con el ojo izquierdo apenas veía, ya que se me inflamaron también los pómulos y los párpados.


Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Villamanta, Madrid
25/3/2007



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