Pinceladas
Final del parvulario
Después de aquella impresión ¿qué podía fascinarme ya? Pues muchas cosas.
Recuerdo, que en párvulos estábamos las niñas y los niños juntos; en medianos y mayores no. Las chicas estaban en la planta de arriba -el colegio “nacional” tenía dos plantas- y nosotros en la baja, pues entonces no se permitía que estuviésemos "revueltos" ambos sexos en la misma clase, ni en la misma planta. Cuando entrábamos al colegio, primero lo hacían las chicas y después lo hacíamos los chicos, siempre vigilados, todos, por las maestras y los maestros.
A salir, salíamos primero nosotros, pues la cuestión era –al parecer ordenada por alguien demasiado “casto”, que luego solía ser alguien de mente calenturienta- la de no mezclarnos ni siquiera en los pasillos. En cambio en el recreo jugábamos todos juntos; eso sí, vigilados por las señoritas porque por los profesores, como que no.
El que no leía el periódico, se iba a tomar un café al bar, por el contrario el de medianos... ¡Ah! El de medianos. A ese sí le interesaba "vigilar", pero a las chicas.
Cuando corrían jugando “al pañuelo”, a “tú la llevas”, “al truque” –la rayuela-, o simplemente corrían, nos decía –estando yo ya en medianos-, el muy "capullo" (pido perdón a las flores), que cuando las chicas se acercasen, nosotros fuésemos hacia ellas, nos agachásemos ante ellas y rodeándolas las piernas con los brazos, hiciésemos como que queríamos subirlas y las levantásemos las faldas diciendo -¡Uf cuanto pesas! así la chica se quedaba de pie y con las faldas levantadas. Y así, el muy "salido", podía darse el "gustazo".
Esto es bien cierto, tanto el hecho como las “recomendaciones” que nos daba, tanto verbal como descriptivamente, sobre cómo teníamos que hacerlo.
Hubo uno que lo hizo. Pero claro, como al profe sólo le interesaban las mayorcitas y nosotros éramos de medianos (de 6 a 10 años), les caíamos más bajitos. El que lo intentó –no por ser el más valiente, sino por ser el más panolis-, al ponerse de pie, como la chica se quedaba tal cual, la cara le quedó a una altura propicia para que la asaltada le propinara una bofetada de órdago a la grande.
Sí, las “seños” de párvulos pegaban. Pegaban las de las chicas de medianas y mayores, y pegaban todos los maestros; hasta nosotros nos pegábamos entre sí.
El maestro de medianos, en todo el tiempo que fui al colegio fue el mismo, D. Vicente, y las mismas señoritas en parvulario. Las señoritas de las chicas cambiaron varias veces, y aunque de su fisonomía me acuerdo como si las hubiese visto ayer, no es así con sus nombres.
Los de mayores cambiaron unos cuantos; D. Manuel, que decían había sido boxeador y por la forma que le vi pegar a mi hermano sí que podría serlo, pues además lo corroboraba la nariz aplastada, sin tabique nasal; D. Emilio, que creo recordar que era hijo de don Vicente, o de otro de los “profes”; D. Lorenzo, que “otro que tal baila”, pues ya en la cara avinagrada se le notaba la mala leche que tenía y D. Juan, que no desmerecía a ninguno de los otros, por no decir que les superaba.
Este último estuvo poco tiempo dando clase, después de que yo comenzase a recibirlas, por lo que apenas lo conocí y poco me acuerdo de él, pero las referencias sobre sus “buenos” modales trascendieron.
D. Manuel llevó un día a mi hermano a nuestra clase para pegarle: “-Para que veáis como premio yo a los que escriben en los cuadernos lo que no tienen que escribir”. Le dio un guantazo o tortazo en la cara que pareció la patada de una mula y cuando se caía de lado, le dio al contrario y lo enderezó.
No lloró, pues si llega a llorar se hubiese ganado otra hostia o premio, como decía el bestia, porque “-Los de mi clase no lloran” –decía-. ¡Hombre, eran ya mayores! ¿Cómo iban a llorar?
Había un dicho popular –o máxima, vaya usted a saber- inventado por algún lumbreras, y graciosillo, que decía: "la letra con sangre entra". A mí, he de “confesar”, que no me entraba ni con hostias ni sin comulgarlas.
Había otro creado seguramente por un machote, uno de tantos de los que han existido en todas las épocas, y que por aquél entonces, y sobre todo si eran de los que habían ganado la guerra les gustaba repetir, restregártelo, aunque fueses un crío, que decía: “los hombres no lloran”. ¡Y una leche! digo yo, que cuando te vienen esas ganas de llorar, pues la congoja es tal, acompañadas del clásico nudo en la garganta, es mejor hacerlo, te desahogas y te quedas tan fresco y el que sienta vergüenza ajena, que vuelva la cara, que no mire y listo.
Continuando en párvulos, la cartilla al igual que los cuadernos, teníamos que "darlos" en casa. En casa, con mis padres y mis hermanos mayores, es donde aprendíamos a hacer los palotes, las letras y a formar palabras.
Con la lectura lo mismo, primero a, e, i, o, u, después, ma, me, mi, mo, mu, y así hasta "mi mamá me mima", "yo quiero a mi mamá", etc.
Al día siguiente llegábamos a clase y la señorita, la que veía, nos revisaba los cuadernos; nada más. La ciega nos reunía en torno a su mesa y cada uno con su cartilla abierta por la página que ella dijese, teníamos que leer. Pero ojo, todos a la vez mientras ella con un palo en la mano, bueno, un trozo de silla de las que había varias desvencijadas en clase, se paseaba alrededor del corro, nos tocaba la espalda primero, después la cabeza y... ¡zas!, en todo el coco o en las costillas -a ella le era indiferente-, sentías la dureza de la madera canteada, del travesaño de una silla.
Que ya te daba por pensar si no las desmantelarían ellas mismas, para tener arsenal remanente, pues de vez en cuando había alguno de los damnificados que “hacía” desaparecer el arma.
Cuando nos aprendimos aquello que pasaba en el corro cantarín de cabizbajos lectores, cada vez que notábamos su mano, nos protegíamos la cabeza con las manos y los costados con los brazos como podíamos. Pero lo malo era que si te daba de lleno en el codo o los nudillos ya estabas apañado.
Sin apenas variaciones, pasaron los tres años de parvulario. Llega el final de curso del tercero y la “seño” va nombrando a todos los que en septiembre pasamos a medianos por tener ya seis años. ¡Qué alegría, ya soy mayor! Bueno, mediano, voy a ir a otra clase y por fin las pierdo de vista! ¡Ya no me darán palos! ¿Qué no qué? Bueno hombre, bueno, palos lo que se dice palos…, solamente palos, no.
En septiembre próximo ya seríamos cuatro los hermanos que iríamos juntos al colegio. A mayores uno, dos a medianos y otro a párvulos; ¡pobre!
Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Villamanta, Madrid
15/3/2007
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