miércoles, 12 de junio de 2013

HISTORIAS CRUZADAS: El afilador y el hortelano


(Fotos tomadas de la web)

A mi padre

El oficio de afilador es uno de tantos de los que se están perdiendo, por mucho que se hayan modernizado -motorizado en mayor medida-, de tal forma que ya no se les ve por las carreteras, al menos en España, ni por los caminos polvorientos, trasladándose a pie de una localidad a otra.
Tampoco se les ve haciendo sonar ellos directamente sus flautas, llamadas chifre, chiflo o xipro, según la procedencia, sino que en su lugar se oye una grabación a través de altavoces; los que sobresalen por las ventanillas de los vehículos. Incluso los llevan sobre la moto, como el que he visto, y oído, por el pueblo esta mañana, al que he sacado una foto caminando junto a la motocicleta y un corto vídeo para tomar el sonido.
Ignoro si alguna vecina o algún vecino le habrán dado trabajo, pero en el rato que lo he visto, recorriendo un corto trayecto por una de las calles, nadie le ha salido al encuentro con cuchillos o tijeras para afilar. Y esto es debido a que ya no se afilan objetos cortantes, pues resulta más caro hacerlo que comprar uno nuevo.


1ª Foto propia; la siguiente: pintura "El afilador", de Alexandre Gabriel Decamps, Museo del Louvre

La fabricación de objetos importados, sobre todo chinos, y que el corte lo garantizan hasta por 200 años –total, una exageración-, vendidos aquí bastante más baratos que los de fabricación nacional, hace innecesario afilarlos y por tanto innecesarios los servicios del afilador.
Antiguamente, recorrían nuestros caminos, primitivas carreteras y calles de las poblaciones, hiciera frío o calor, e incluso bajo la lluvia, empujando un caballete de cuatro patas, asiendo dos de ellas para llevar rodando aquel artilugio, del mismo modo que se empuja una carretilla. Las cuatro patas se apoyaban en el suelo, cuando tenían que hacer mover las muelas para afilar los diversos utensilios.
Para ello enganchaba una tira, normalmente de cuero, que iba desde un pedal de madera, a un “brazo” a modo de manivela, que a su vez iba acoplado al eje de la rueda de madera con aro de hierro, semejante a las de los carros de tiro. El eje iba provisto de una polea por el lado opuesto al de la manivela, a la que se conectaba una correa que movía la polea que, junto a las muelas, estaba acoplada a un mismo eje en la parte superior del caballete.
El afilador accionaba con el piel el gran pedal de madera y las ruedas de esmeril comenzaban a dar vueltas rápidas, debido a un multiplicador natural, a base de poleas grandes y pequeñas, que era la técnica aplicada a aquellos veteranos artilugios, hoy viejos y en desuso, pero no olvidados al menos para algunos, como yo por ejemplo.
Una vez se ponía a afilar el objeto que fuere, comenzaban a salir chispas disparadas en dirección al sentido de la marcha de giro de las piedras de esmeril, que solía ser el opuesto al del afilador. Entonces los chavales aprovechábamos para pasar corriendo de un lado a otro, atravesando aquella lluvia de estrellas, con las que nos obsequiaba el buen hombre, pues parecía que hacía aquello para regocijo de la chiquillería.
Afilaban toda clase de objetos que tuvieran que tener buen corte. Estos eran tanto de cocina, de costurero e incluso de sastrería, pues en aquellos tiempos se les daba a afilar a estos hombres todo tipo de cuchillería y tijeras. Así como los carniceros, pescaderos, matarifes y podadores, también les confiaban sus herramientas de trabajo.
En cualquier parte se sabía que el afilador estaba cerca. Su clásica melodía se oía hasta en los trayectos de trasladarse de un pueblo a otro, donde no se veía edificación alguna a uno u otro lado del camino. Quizás fuese para que le oyeran desde algún caserío, relativamente lejano o cercano, ya que aquél sonido se extendía por todas partes con facilidad. También es cierto, que aunque “no estuviesen trabajando”, la flauta la tocaban de todas formas. No sé si por distracción, o por “deformación profesional” que se dice.


Fotos tomadas de la web

Algunos eran verdaderos maestros afilando cortes desgastados, e incluso haciendo sonar el chiflo. Y es que, aunque el “sonido del afilador” sea común a todos ellos, no hacían sonar todos de igual manera el instrumento musical. Algunos soportaban una nota durante largo rato, demostrando los “buenos pulmones” que tenían; otros “las bordaban”, al decir de ellos mismos sobre otro “compadre”, e incluso así lo comentaba la gente. Diríase que algunos “la tocaban floreada”.
Tal era el estilo de cada cual de ellos, que en ciertos lugares ya se sabía si el afilador era fulanito o menganito. Y es que estos trabajadores andantes, también tenían su competencia, pues trabajo había de sobra en el gremio, como para que en alguna localidad coincidiesen dos, e incluso más, sobre todo en las más grandes y por tanto con más habitantes.
Recuerdo que por la Estación, el barrio donde vivíamos cuando yo era un chavalín, iban varios afiladores, pero mi madre le daba los cuchillos y tijeras para afilar siempre al mismo. Antes de llegar a casa, oíamos la flauta según hacía el recorrido por la Colonia de las Minas.
Este hombre tenía un chiflo confeccionado por él mismo, como así nos decía. Tenía la forma característica, para adaptarlo bien a la palma de la mano, tallada una figura en la punta y era muy brillante. Decía que era debido al “manoseo que la daba”, pues no la aplicaba nada, ya que la madera estaba bien curada y así la mantenía en buen estado. “Es de fabricación casera”, decía.
La colonia quedaba por frente a mi casa, al otro lado de los campos por los que jugábamos a “indios y vaqueros” o a “romanos y españoles” -en donde todos querían ser “Toro Sentado” (“Sitimbul” para nosotros) o “Viriato”-, los pocos chavales que vivíamos por allí todo el año, pues los veraneantes jugaban a su aire la mayoría de las veces. Pocas se “juntaban” con nosotros, a no ser que quisieran formar dos equipos para jugar al fútbol. Si les faltaban jugadores, cosa que por lo normal sucedía, entonces sí querían que jugásemos con ellos.
A las pocas horas, bien por la mañana, bien por la tarde, aparecía subiendo la cuesta de “los Ulecia”, llamada así, porque todo su recorrido transcurría junto a la verja de la finca, donde la familia del doctor tenía varios chalets, haciendo sonar el chiflo sin parar.
Llegaba a la explanada de delante de casa y ya le estábamos esperando con varios cuchillos y las “tijeras de coser” de mi madre, para que las afilase. Algunas veces mi padre dejaba a mano el hacha o las tijeras de podar, para que también se las afilase. Las monjas también salían del convento por la puerta que daba al Pº de la Concepción, que es el que mediaba entre su vivienda y la nuestra, con varios utensilios para que los afilase también.
Tanto ellas como mi madre, y al poco nosotros, mis hermanos y yo, también conocíamos el “tocar” del afilador, al que daban sus objetos para afilar, por eso el estar esperándole a la puerta de casa. En verano, hasta las criadas de los señores de Villa Sara, que es donde nosotros vivíamos como guardeses, salían a “recibir” al afilador y si no salían, mi madre nos mandaba a avisarlas: “ –Andar, llamar a “la Leo”, porque tendrá algo que afilar”.
Cuando vivía doña Sara -no llegué a conocer a su marido-, “Leo”, o sea Leonor, que era la criada fija, cocinera, ecónoma, y ama de llaves incluso, pues llevaba muchos años sirviendo a la señora y familia, salía a esperarlo -si es que había oído con tiempo la flauta- con los utensilios en el delantal y le esperaba sentada en uno de los poyos de cemento que había a cada lado de la puerta de mi casa.
Leonor era una mujer menuda, bajita, de cierta delgadez, aunque no extrema, con el pelo muy canoso, simpática y cariñosa. Usaba gafas “de pasta” con montura de carey y cojeaba al andar. Aunque no era cojera propiamente dicha, pues sus andares eran más parecidos a los que tienen pies planos. Su media cojera podría definirla así: pisaba con la parte exterior de los talones y con los pies abiertos, pues padecía de juanetes.
Unos juanetes grandísimos que la deformaban los pies, como se veía claramente a través de los abultamientos del paño de sus zapatillas negras, que era el calzado que usaba siempre, pues según ella era el único que soportaban sus delicados pies. Los cuales vi desnudos en más de una ocasión –la gente mayor se descalzaba delante de cualquiera sin pudor- y puedo asegurar que daba pena ver los dedos deformados y montados unos en otros, con raras formas, como si fuesen los incipientes comienzos de unas trenzas, solo que en vez de ser de pelos estas eran de dedos.

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Mi abuela, madre y hermano, en la entrada y los poyos de mi casa; mi padre de vaquero y declamando poesías propias

Mi padre también tenía deformados los dedos y los pies –además de las manos-, incluso inflamados, a consecuencia de “su reuma”, de tal forma que las botas y los zapatos los llevaba “con rajas”. Al menos él “soportaba” –es un decir- los zapatos, pero cuando se compraba un par nuevo, en cuanto llegaba a casa con ellos, les practicaba unos cortes con la cuchilla de zapatero que tenía, allí donde le iba a hacer presión el cuero sobre sus juanetes; esto es, a los lados y en la parte superior, ya que algunos dedos los tenía montados, y sobre todos, sobresalía el gordo de uno de los pies, que ya no recuerdo si era el izquierdo o el derecho.
Decía mi padre, que era debido a “la humedad que había cogido en el cuerpo”, por estar con los pies casi siempre dentro del agua, cuando regaba las huertas, pues había sido hortelano en su juventud, lo mismo que vaquero y pastor siendo un chaval, pues era “hombre de campo”. Había nacido en el campo, junto al ganado, las tierras de labor y las huertas, y se había criado en una “casa de labor”, donde tuvo que hacer de todo.
Hasta fue carretero. Por aquella época, “bajaba” a Madrid con un carro tirado por dos mulas. En él llevaba las berzas (hortalizas) y la leche ordeñada de madrugada a las vacas, al mercado de la capital y a la casa de “los amos”. De noche salía de Pozuelo, y aun de noche bajaba por la Cuesta de las Perdices, despuntando el día cuando entraba en Madrid.
Almorzaba algunas veces en casa de los dueños de la finca y otras volvía a tiempo de hacerlo en su casa, o la “casa de labor”, que era la de todos los empleados, o jornaleros que se decía entonces.
Dormía en la vaquería, junto a las vacas, los días que le tocaba esa tarea, y a las tres de la madrugada ya estaba despierto y en pie, preparado para el ordeño. Esta costumbre, la de levantarse a las tres, no la perdió en su vida.
Aun siendo mayor, estando ya jubilado, seguía levantándose a esa hora. Si había sobrado sopa, se servía un plato y escalfaba en ella un huevo; si no había sobras, se hacía unas sopas de ajo con huevo incluido; o bien se hacía unas patatas fritas, a veces las acompañaba con un huevo frito, se lo comía y se volvía a la cama. Dormía un rato más, y a las cinco y media o las seis, dependiendo de lo lejos que tuviera que ir a trabajar, ya siendo albañil, se levantaba por segunda vez en la misma noche.

Adrián Martín Alonso
(AdriPozuelo)
Sacedón, Guadalajara
11 de junio de 2013

jueves, 24 de enero de 2013

Me acuerdo de... y tenía tres años. Capítulo 6º


A mi amigo Manuel Meco –Manolo, “el Meco”- le apetecía hacer de rabiar a D. Vicente, tanto, como irse a su casa cuando iba al baño. Saltaba por la ventana y como vivía cerca, iba, se hacía un "bocata" y se lo comía en el trayecto de vuelta, volviendo a entrar por la ventana.
En una de aquellas ocasiones, el profe le vio a través de los cristales del ventanal de clase, pues gustaba de pararse allí y mirar a la calle según nos dictaba “el dictado” del día. Cuando entró en la clase le cogió por banda, se lió a darle latigazos o zurriagazos como decíamos nosotros, tal como si estuviese loco. Aunque "el Meco" le pedía perdón y que por favor no le pegase más que le dolía mucho, no paró hasta que al "huevón" le dio la gana de hacerlo.

Esa misma tarde fueron los padres de Meco –la señora de Meco y el señor Meco- a darle la bronca al profe. No quiso que entraran a clase y en el pasillo se pusieron a dar voces. Nosotros salimos a cotillear, a pesar de que no teníamos que haberlo hecho, según indicaciones precisas del inquisidor, y vimos a la madre que en ese momento y sin dejar de gritar al "dómine", y llorando, levantaba el niqui a Manolo, al tiempo que recriminando al maestro, le preguntaba si aquello era humano –su proceder- y que si las muestras decían lo que él aseguraba, que no era otra cosa que tan solo él había dejado caer la correa sobre la espalda varias veces.

Entonces pudimos ver aquella espalda flagelada. La espalda de un chaval de nueve años, que el mayor mal que había hecho, fue ir a su casa a por un bocadillo, solo que en horas lectivas, que debía ser algo así como un crimen de lesa magnitud; la tenía hecha "un Cristo", como hubiera dicho mi abuela, y yo lo suscribo hoy, pues era la imagen de la espalda de Cristo después de azotarle, tal y como se veía en los lienzos de arte; estaba llena de rayas rojas del grosor de un dedo y entrecruzadas en todas direcciones; vamos, en "carne viva" , como se decía de alguien que se encontraba en lamentable estado.
No sé por qué la guardia civil no apareció en el lugar, puesto que cuando los chicos "armábamos jaleo” –“bronca" según ellos-, siempre aparecía en el pasillo, para llamarnos la atención y al orden, el cabo o algún número de la benemérita.

Un pasillo ancho y largo, con un gran efecto de eco y resonancia, debido a la altura y anchura que tenía, al fondo del cual, a la izquierda y junto a la escalera que conducía a las aulas de arriba, las de las chicas, había una puerta que comunicaba interiormente con el cuartelillo, pues estaba ubicado en el mismo edificio.
Cosas de la época, digo yo, aquello de tener el “cuartelillo” adosado al colegio, pues lo he podido comprobar en otros lugares que he visitado posteriormente. Desde los primeros escalones, a los que nos encaramábamos por tal motivo, oíamos, e incluso veíamos por los ventanillos, pues se empinaban para hablarnos, a los presos que en ocasiones había allí detenidos.

En alguna ocasión nos decían sus nombres y la dirección de sus familias, para que les dijésemos que se encontraban allí encerrados, pues al parecer los civiles no se lo comunicaban, o al menos eso creían ellos, ya que llevando varios días allí, aun no habían ido a visitarlos.
También se les oía cuando gritaban, que nos figurábamos el por qué, pero no lo veíamos desde aquella posición, o cuando deambulábamos por el pasillo en días de lluvia, como igualmente oíamos las voces de los guardias civiles y golpes; gritos y golpes que se superponían sucesivamente.
Unos días más, otros menos y alguno que no pegaba, llegamos a los diez años y el consiguiente cambio de "categoría". ¡¡A mayores tocan"!! Madre mía, ¿sería todo en verdad a mayores?

Pues..., casi que sí, pero a mí no me pegó D. Lorenzo, que era quien estaba de titular por aquél entonces, tras dejar la bacante el anterior por jubilación; no me dio tiempo de probar la paleta de madera que tenía para pegar. Por cierto, que era la que se usaba para remover la leche en polvo que se mezclaba con agua y que nos daban de vez en cuando, junto a un pedazo de queso holandés, anaranjado, que venía en latas grandes desde el país de los tulipanes, debido a no sé qué programa de intercambio.
No sé qué podía intercambiar España por aquél entonces y menos con Holanda, pero dejemos eso para otra ocasión.
El día que tocaba leche, cada uno llevaba de su casa el pan y el vaso o jarrito de aluminio, comprado para la benéfica ocasión. Se dispensaba en la clase de mayores y por el maestro titular, siendo todos sus colegas los encargados del orden de la fila y de que ninguna de aquellas “harapientas y hambrientas fieras”, se colase una segunda vez en las “prietas y marciales filas”.
En la puerta había una ranura que tenía justo la medida del perfil de la paleta. La hizo D. Lorenzo, un día que “el piñonero" le estaba haciendo "coquitos" tras la puerta, al lanzarle el “arma arrojadiza”. Se la lanzó con tal fuerza que la atravesó, y aún rebotó en la pared del otro lado del pasillo.

Epílogo

Como decía, allí no me pegaron, porque no pasé ni medio curso; lo comenzamos a mediados de septiembre, por navidades nos fuimos de vacaciones y ya no volví. Mi madre me puso a trabajar de churrero y quien me "calentaba" no era el maestro sino el fogón de la churrería.
Qué bien me lo pasé sacando porras y churros -"tejeringos"- de la sartén, vendiéndolos y comiéndolos. D. Lorenzo se "jodió", que a mí no me pegó, aunque por el contrario, aquello fuera en detrimento de mis estudios, los que continué y terminé, obteniendo mi Graduado Escolar, veintiún años después.
Todo aquello me marcó de tal forma, quizás inconscientemente, que por eso tardé tanto tiempo en reanudar los estudios. Eso, y el hecho de que no fuese necesario el Graduado, para comenzar a trabajar en cualquier sitio, pues no era obligatorio poseerlo en aquellos tiempos.
Una pena que a aquél gobierno no le interesase, o no le importara ni poco ni mucho, o sea nada, tener a hijos de obreros con estudios y menos si estaban tachados de comunistas aunque no lo fuesen. Era mejor que siguiésemos siendo borregos, e incluso obreros analfabetos.
Por suerte tuve un padre que aunque no había ido a la escuela, le gustaba leer, escribir -tenía una letra muy bonita-, ver el Atlas y repasar con nosotros la enciclopedia.
Yo por mi parte, como ya trabajaba y tenía dinerillo gracias a las propinas que me daban, comencé a compra tebeos, sobre todo de "Vidas Ejemplares" y personajes ilustres, recomendados ambos por mi padre, además de los de aventuras como El Capitán Trueno, El Jabato, Roberto Alcázar y Pedrín, Hazañas Bélicas y otros de humor.
“Ya que te vas a comprar tebeos, no hagas la de tu hermano y cómprate algo de provecho”, me decía “mi viejo”. Y así lo hice, y así me fui aficionando a la lectura, a buscar países en el Atlas de mi padre, pues leía su nombre en los tebeos y no sabía dónde estaban, o a qué continente pertenecían. Como él, me fui aficionando a escribir, a hacer cuentas y al dibujo, aunque de este arte mi padre no tuviese ni idea, ya que por eso mismo me decía que dibujaba muy bien y que podría llegar a ser un artista.

Pero ésta es otra historia, por cierto más bonita, agradable y placentera para mí, aunque no hayan faltado traspiés y alguna zancadilla. Quizás la escriba algún día.


Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Villamanta, Madrid
29/3/2007.


Me acuerdo de... y tenía tres años. Capítulo 5º

Las armas

Si te pillaba “de cotilleo con la vecina”, como él decía, lo primero que te ganabas era el "paquetazo". Esto no era otra cosa más que darte con un paquete que consistía en un mazo de papeles que había formado con un almanaque viejo, de los que había que ir quitando una hoja cada día y se colocaban en la pared.
Al menos contenía 365 hojas y su tamaño sería de 15x10x5 cm aproximadamente. Lo tenía bien apretado con cuerda de bramante, dándole varias vueltas cruzadas y lo lanzaba cuando veía que alguno estaba hablando y tenía vuelta la cabeza hacia el vecino del pupitre de detrás del suyo. Y, entonces… ¡catacrác! Hacía blanco con el paquete en el cogote del interfecto. Hay que ver qué puntería tenía el andoba.

La hoja de aquellos calendarios la quitaba don Vicente, o el pelota número uno indistintamente, todos los días; el “número dos” apuntaba en el encerado a los que hablasen cuando el profe salía de clase, como por ejemplo al servicio. Él no echaba moneda porque ya se sabe que el que manda, manda. A veces subastaba "el apuntador", pero claro, casi nadie pujaba y solía ser siempre el mismo.
El pelota número tres era un infiltrado en nuestro grupo –la verdad es que yo no sabía entonces qué era eso- y se le decía así porque el padre de uno de los nuestros le puso ese mote, sin saber quién era, ya que el profe siempre se enteraba de lo que hacíamos fuera del cole, incluso si lo hacíamos los sábados, los domingos y los días de “fiestas de guardar”. Como es de suponer, al principio no sabíamos su identidad, pero dadas las consecuencias, el padre de nuestro amigo dijo aquello: que teníamos un infiltrado en nuestras filas.

Por cualquier otra cosa, como un garabato en un cuaderno, un borrón, un agujero de tanto borrar, etc., te podía dar con la regla en las puntas de los dedos -aunque era en las uñas y con ellos juntos-, como darte con una vara flexible que tenía, semejante al bastón de Charlot.
Incluso nos hacía demostraciones como las que hacía el actor; lo flexionaba obligándolo contra el suelo, lo soltaba y cuando saltaba: ¡Ale hop! lo cogía en el aire; ¡pedazo de artista él! Al igual que si fuese El Zorro, te apuntaba y... ¡olé sus mengues! en una, o dos horas a lo sumo, tenías "la marca de aquél zorro" sobre la cara, o cualquier otra parte corporal, y durante unas cuantas semanas.

También podía atizar –pues nadie se lo impedía o se lo prohibía- con una correa de goma de un motor. La había cortado y llevando uno de sus extremos hacia atrás, lo había unido a cierta distancia con cuerda fina de bramante, de tal forma que pudiera usarse como asa del látigo en que la convertía. Con aquella correa me cruzó –literalmente- la cara.
Un día –cualquiera, pues no recuerdo la fecha en que fue- habíamos salido al recreo y nos fuimos a correr por fuera del recinto del colegio, cómo hacíamos de vez en cuando. Aunque el recinto era imaginario, ya que no le quedaba en alto nada del alambrado perimetral que lo delimitara en su día.

Tan sólo quedaban algunos postes de hierro en pie, pocos, limitándose a uno acá y otro allá, más los de las esquinas. Y ¡asombroso! las puertas existían –o subsistían- oxidadas y solitarias en medio de la nada, abiertas de par en par, ya que debido al óxido acumulado que tenían las bisagras, por la erosión y el desuso, no se podían mover.
La maya metálica estaba hecha una cuerda, de retorcida que estaba, y reposaba en el suelo, sujeta aún a los postes por abajo, e igualmente oxidada. Por algunos tramos la habíamos integrado en la tierra, pues era pisada y repisada diariamente, ya que “salíamos y entrábamos” al recinto por donde nos venía en gana, al no tener obstáculo físico que nos lo impidiera.
Para colmo, salimos por la puerta a correr unos cuantos kilómetros, teniendo que rodear el recinto para dirigirnos al comienzo del circuito que nos habíamos trazado de antemano.
Cuando regresamos estaban todas y todos, incluso párvulos, aún en el recreo, excepto nuestros compañeros de clase y el maestro. Nos miramos entre sí y nos encogimos de hombros, en gesto de extrañeza, mirando en todas direcciones por si veíamos a alguno. ¿Qué pasa, donde están los de nuestra clase? –nos preguntábamos-.
No podían haberse ido todos a correr por otro sitio y más improbable era que se hubiese ido con ellos D. Vicente, pues por allí tampoco estaba.
Estaban todos en clase, nos dijo uno de mis hermanos mayores, y que había sido "el Hermosilla segundo" quien se lo había chivado al profe. ¡Hombre ya sabíamos quién era el "infiltrao" que nos vendía y nos delataba; un compañero nuestro de correrías. No de todas, pues no era muy lanzado que digamos. Claro que, así se explicaba el que no secundara muchas de las nuestras, como la del maratón reciente por ejemplo.
Pero es que mira que éramos tontos, si era el hermano del “número uno”, tanto de los de la clase como el de los pelotas.
Llegamos a la puerta de clase y llamamos. -¡Que paséis! -nos gritó un compañero-. ¿Qué raro, no estará D. Vicente? -nos extrañamos-. Abrimos la puerta y como su mesa quedaba enfrente, y desde la puerta se veía toda la clase a nuestra izquierda, comprobamos que no estaba ni en su sitio ni por allí. ¡Qué confundidos estábamos!
La puerta se abría a derechas, quedando detrás de ella hueco suficiente para que abriera y no diera en la pared. Comenzamos a entrar de uno en uno, pues la puerta era de doble hoja, pero se abría solamente una de ellas.
No sé qué puesto ocupaba yo en la fila, por la mitad quizás, de unos catorce o quince que éramos los que fuimos a correr, cuando vi que el primero, pasado un paso más adelante de la puerta, recibía un correazo suave en la espalda. Era el número uno, que no sé si vendría de los servicios, pero se plantó delante de todos los que habíamos hecho “la Maratón”.
Según fuese más o menos "bien visto" por el profe, recibía el golpe más fuerte o más flojo. A unos les daba en la espalda, a otros en el trasero y a otros en las piernas, pues: ¡Debéis tenerlas fuertes! Decía el inquisidor, según descargaba el golpe.
Cuando me tocó el turno ya iba preparado, pues me esperaba el latigazo más fuerte y en cualquier sitio, a tenor de lo que llevaba visto. Como vi cómo pegaba a los otros compañeros, aunque más hacia arriba del trasero que hacia abajo, creí que me daría en el culo o lo más alto en la espalda, pero no pensé que fuese a hacerlo tan arriba, en la cara. Yo era un Varea –con uve- y los Varea no estábamos bien vistos, ni bien mirados por los profes, y menos aún por aquél, pues lo suyo pasaba de odio o inquina.
Sentí como si me hubiese dado, más que un golpe, que me hubiese aplicado un hierro candente. Ya me había quemado yo alguna vez y sabía lo que se sentía; solamente calor, mucho calor, después venía el dolor.
Sentí que ascendía, que me separaba del suelo y que la clase se quedaba a oscuras, encendiéndose dentro de mi cabeza un montón de lucecitas, al tiempo que en el oído izquierdo comencé a oír un pitido cada vez más agudo y a sentir que perdía la audición, aunque esto lo sentí también en el derecho. Lo que en realidad ocurrió, es que me estaba cayendo al suelo.
El golpe dado, o la forma de aplicarlo, necesita de una ligera aclaración, ya que el maestro se encontraba detrás de la puerta y a nuestra derecha según íbamos entrando. Nos veía a cada uno individualmente, cuando pasábamos ante la rendija que quedaba entre la puerta y su cerco.
Posicionados ambos de aquella manera, el golpe tendría que haberlo recibido en el lado derecho de la cara, o como esperaba yo, al ver cómo daba a mis compañeros, me vendría de ese lado hacia la izquierda, tanto si me daba en el culo como en la espalda o en las piernas.
Lo que no me esperaba es que la correa viniese de abajo arriba, de izquierda a derecha y de delante de mí hacia la cara, aunque él estuviese a mi derecha. Y es que el muy bruto lo que quería era cruzarme la cara con el zurriago “automovilístico”, salido de su caletre de mala leche, pues así era todo lo que salía de su luminaria inventiva en materia de castigos y aún de picardías y picaresca. Creo que con esta descripción se harán una idea de la trayectoria del “brazo exterminador” de aquél cafre.
Me ayudaron mis compañeros a levantarme, acompañándome hasta mi pupitre, donde me senté con la mano en la cara, tapándome el carrillo y la mandíbula que era donde había recibido el zurriagazo, notando que me ardía cada vez más.
Al sentarme, comenzó a desaparecer la oscuridad en mis ojos, o la clarividencia se iba haciendo en ellos, y el pitido de mis oídos se trasformó en zumbido, haciéndome sentir un bulto opresor en el paladar. La herida iba desde el mentón hasta la oreja, por el lado izquierdo de la cara.
Desde mi sitio, veía borrosos a mis compañeros como seguían pasando y como les atizaba siguiendo el mismo albedrío que antes de pasar yo. Después, mis compañeros me dijeron que a nuestro amigo Meco –Manolo, Manuel Meco se llamaba- también le dio fuerte en la espalda, aunque trató de pasar agachado, pero como don Vicente le vio por la rendija entre la puerta y el cerco, ya estaba prevenido y en vez de un latigazo le sirvió tres del ala. Por supuesto, también descargó los golpes con fuerza, de tal forma que le dejó tres rayas rojas en la espalda, yéndole de lado a lado la trayectoria
Al rato de estar todos sentados, me sentí húmedas las manos, me las miré y vi que las tenía manchadas de sangre. Un compasivo compañero se lo dijo al maestro. -¡Don Vicente, “el Varea” está echando sangre! -¡Eso es bueno, así se le va un poco de la mala que tiene! Fue la contestación de aquél energúmeno.
Aquello me dolió casi tal cual el golpe. -¡Cuando llegue a casa que le lave su madre! Apostilló, dando a entender, o dándolo por sentado –que fue cómo me quedé-, que no iba a dejarme ir a los lavabos a lavarme la herida.
Esta fue pasando por toda la gama de colores en los días sucesivos, llegando a inflamarse de tal forma que parecía que tenía paperas. Con el ojo izquierdo apenas veía, ya que se me inflamaron también los pómulos y los párpados.


Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Villamanta, Madrid
25/3/2007



Me acuerdo de... y tenía tres años. Capítulo 4º

Las condenas

Al entrar por la mañana en clase, lo primero de todo era rezar el Padre Nuestro, después cantar “el caralsol", el que no quise aprenderme nunca, porque no me dio la gana, quizás en solidaridad a las ideas de mi padre y algunos de mis tíos –no comunistas ni de “rojos”, aunque de ello les tachasen, y que luego fueron mías también-, y seguidamente a estudiar. Si no te sabías la lección, ibas castigado de rodillas al suelo, a veces con escorias debajo de ellas, dependiendo de la gravedad que se le antojaba a don Vicente dictaminar, o con los brazos en cruz, tanto con escorias como sin ellas, y hasta con libros en las manos.

En una ocasión castigó a uno de nosotros de aquella inhumana manera, pero no recuerdo a quién fue, tan solo me acuerdo del hecho, pues es inolvidable y no solo para el que lo sufrió en su persona. A mí no me tocó ese día, por tanto no fui yo el de este hecho, pero sí que sufrí el castigo en algunas ocasiones. Le mandó de rodillas al suelo y con una escoria debajo de cada una de ellas. Este se dirigió hacia la caja donde estaban las cascarrias para escogerlas “a su gusto”, pues en eso el profe era benevolente con el interfecto y dejaba que escogieses “las que más le gustaban”.
Se agachó, colocó en el suelo las escorias, buscándoles su mejor cara para poner sobre ellas sus rodillas y se arrodilló encima, con el consiguiente gesto de dolor que conllevaba siempre -y para todos sin distinción- este acto, y por “muy lisas” que hubieses escogido los acristalados desechos de antracita.

Cuando estuvo instalado en su calvario, frente a toda la clase, en medio de los dos encerados que quedaban a su espalda, a dos metros por delante de ellos, subidos ambos brazos y puestos en cruz, se le acercó don Vicente y le puso dos libros gruesos en cada palma de sus manos.
En la misma posición estuvo un rato, aunque de vez en cuando ladeaba el cuerpo para aminorar la presión de una rodilla sobre las punzantes bases donde se apoyaba y al rato lo hacía al contrario para que descansase la otra.
Estos movimientos, se hacían casi imperceptibles, y por todos los que fuimos castigados, para que no los advirtiera el maestro, pues de ser así, te daba con lo que le pareciese y donde quisiese, ya fuese con la correa, la vara de fresno o la gruesa regla, teniendo como destino la cabeza, las costillas, la espalda, las piernas o el culo, pues al bestia le gustaba la variación. “En la variación está el gusto”, reza un dicho.

Las rodillas dolían cada vez más en esa posición y más aún cuando volvías a apoyar la que habías ahuecado, ya que se volvían a clavar las mismas puntas en una parte ya debilitada y dolorida; herida en suma, pues había ocasiones en que a alguno le brotó la sangre y al verdugo se la traía al pairo. Lo que más le fastidiaba es que se “le manchase” el suelo, aunque le hacía limpiarlo al que lo había ensuciado.
Al rato, y grande, de estar en aquella posición, las fuerzas le flaquearon y los brazos le comenzaron a bajar; despacio, pero se le caían sin poder levantarlos. Al menos eso es lo que a mí me pareció y a algún otro con los que nos cambiamos la mirada interrogativa, preguntándonos si aguantaría, si los levantaría a pesar de no tener fuerzas, pues el gesto de dolor era un rictus, si se le caerían los libros, o si le levantaría el castigo don Vicente antes de que se le bajasen los brazos totalmente y se desprendiera de los libros.

Vimos que el maestro se bajaba aún más los lentes hacia la punta de la nariz y le miraba detenidamente por encima de la montura. Se levantó de su poltrona y se dirigió lentamente hacia el reo, recogiendo de encima de la mesa la regla. Se acercó al chico y puso en vertical sobre el suelo y por debajo de la mano cargada la regla, advirtiéndole que no rebasara hacia abajo aquella medida que le señalaba.
Al poco volvió a hacer sus mediciones, pues veía, al igual que nosotros, que las manos seguían bajando cada vez más, aunque muy poco a poco. Levantó la regla y con ella de canto le fue dando golpes en el brazo, de abajo a arriba, para que los brazos le quedasen en la posición inicial. ¡Cómo se reía el muy cabrón a cada golpecito que le daba! Al mismo tiempo le decía: -Arriba, arriba, arriba.
¿Creímos que ya no tenía fuerzas? Pues llegó a poner los brazos en horizontal. Don Vicente se fue hacia el sillón y antes de llegar a él, nuestro compañero ya estaba tumbado en el suelo; derrengado, exhausto, derrotado. La bestia había vuelto a ganar otra batalla. La irracionalidad del bruto se imponía sobre la inocencia del débil, que ya la tenía perdida de antemano.
O bien te castigaba a ponerte contra el cristal de la ventana, con una moneda entre éste y tu nariz. ¡Y que no se cayera! Al igual que los libros.
La moneda la ponía el castigado y si se le caía debido al cansancio, se la quedaba el avariento, teniendo que sacar el penitente otra de su bolsillo. Si no tenía más, o no tenía ninguna, como a mí me sucedió, pues mi madre no podía darnos dinero para el cole –“y menos para que un tripero se lo coma” -decía-, la ponía él después de darte unos golpes, los que le parecía bien, o bien unos latigazos, ya que también se había confeccionado un látigo, o bien algún palo, o “palazo”, según le viniese en gana.
También podía ser que tras ser azotado, el cansancio rindiera a ambos, castigado y al castigador, y por no dejar caer la moneda al suelo, ya que podía haber sido la campanilla que despertase al adormilado profesor, el cual sin pudor alguno dormitaba sobre sus brazos apoyados en la mesa, o bien echado sobre el respaldo de su butaca y la barbilla sobre el pecho, la sujetaba en sus manos al despegarse del cristal y se quedaba quieto, embelesado en la moneda, o con lo que pasaba al otro lado de la ventana.
Como el profe no dormía -según él meditaba-, abría un poco los ojos soñolientos y nos miraba a los que estábamos al frente, en los pupitres. Y claro, nosotros mismos delatábamos a nuestro compañero, ya que el “cuco” de don Vicente nos pillaba con la mirada desviada hacia el que jugaba con la moneda entre sus dedos.
En una de las ocasiones en que se levantaba pidiéndonos silencio con el dedo sobre sus labios, previendo que pudiéramos dar aviso al despistado, lo pilló desprevenido, sin enterarse de lo que se le venía encima hasta que lo sintió.
Quizás el destino, o lo que fuese, quiso que en el momento de acercársele el “cuco” estuviese mirando la moneda que tenía en sus manos a la altura de la barriga y el golpe que dio contra el cristal lo diera con la frente, pues si lo da con la nariz, en vez de hacerse añicos, como así se hizo el cristal, hubiese sido su nariz la destrozada.
Senos, cornetes, vómer, toda la cavidad nasal podría haberse ido al garete, como incluidos los maxilares, haciendo que “escupiese dientes como pipas de sandía”, como dijo uno de los compañeros, y vaya usted a saber cuántos huesos más podría haberle roto, pues el muy bruto le dio tal pescozón que si le da con el canto de la mano le deja seco como a un conejo sacrificado para la cazuela. Tal bestia era.


Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Vilamanta, Madrid
20/3/2007



Me acuerdo de... y tenía tres años. Capítulo 3º

La recaudación “benéfica”

Llegamos el primer día de clase del mes de septiembre y nos recibe D. Vicente con una sonrisa. -¡Hombre los noveles! (¿?).

Aseado, pelo cano peinado a raya y bien pegadito arriba y a los lados, bien parecido de cara, gafas de lectura en la punta de la nariz, camisa blanca, corbata negra, guardapolvos gris claro, pantalón gris marengo y zapatos negros relucientes -cada dos por tres se los limpiaba en los pantalones-, de andares desgarbados, pues andaba un poco “cargado de hombros”, y aspecto bonachón. ¡Las apariencias engañan!

Los "mayores" llevábamos carteras de cuero de color marrón, confeccionadas por mi madre, cosidas con tramilla –bramante- y solapa sin cierre de enganche ni asas, ya que estos hubiesen salido caros. No tenían “cuerpo”, o la clásica rigidez de una cartera, pues el cuero, o la badana, ya que era esta piel fina de la que estaban confeccionadas, se la regalaron a mi madre unos señores veraneantes de la colonia, al comentarles mi madre que no tendría dinero como para comprar carteras confeccionadas, o mochilas, de que las había en la mercería de Valbuena, muy bonitas de cuero rígido. El párvulo tan solo llevaba una cartilla en la mano.

Dentro de la cartera metíamos: nuestra enciclopedia Álvarez, que compendiaba todas las materias que daríamos, como Historia Sagrada, H. de España, Geografía, Matemáticas y Gramática; el catecismo; el cuaderno de dos rayas para la caligrafía; otro cuadriculado para las cuentas; el de las tablas de sumar, restar multiplicar y dividir; el plumier de madera con tapa abatible, otro año fue de tapa corredera, otro de "dos pisos", lo que se debería a que a mi padre ya le pagarían más de sueldo; pinturas, tan solo un estuchito de cartón con seis colores marca Alpino; lápiz de madera barnizada Alpino -el más barato-; goma de borrar Milán -el borrador- y sacapuntas, el cual se perdía a los pocos días, haciéndole compañía “el borra”, o “la borra”, al abreviar de los chavales. Comprábamos otro y al poco también se perdía. Así sucedía todos los años y durante los meses lectivos se tenían que comprar varios.

Ahora que, digo yo, ¿no se “perdería” para que sacásemos punta en la maquinilla que tenía D. Vicente y que cobraba 20 céntimos por ello, después de que la “habíamos comprado entre todos”, como él decía y como así fue en verdad? Claro que yo aporté algo menos que otros para la compra, pero más que él sí, pues en una sola aportación ya aporté ocho pesetas y pico.
El pico no recuerdo a cuánto ascendía, pero lo que no se me olvidará es que se quedó con el importe íntegro alevosamente, pues fue una cantidad que me encontré entre la arena, muy cerca del “cole”, entre este y el puente “nuevo de piedra” -el de esta foto-, cuando íbamos a comer a casa. Yo sabía, o estaba casi seguro, de quién era el dinero y se lo dije, pues la chica iba un poco más adelante que nosotros, ya para entrar bajo el puente, cuando el maestro llegó donde yo estaba.

Me dijo que me callase, pues lo mismo no era de ella y podía decir que sí, por el hecho de quedárselo, que fue lo que hizo él, diciendo que solo lo guardaba y si alguien lo reclamaba se le daba y en paz, sino, me lo daría a mí, que para eso era yo el que lo había encontrado.
No soltó prenda el tío, ni aun diciéndole que sabía a ciencia cierta que era de aquella chica, ya que era amiga de una prima mía y le había contado que “yendo a comprar el otro día, perdí el dinero cerca del colegio”.
A mí tampoco me dio “los cuartos”, aunque se los reclamé en varias ocasiones, diciéndome en la última que sería para la ayuda de la compra de la máquina sacapuntas.
Por tan cuantioso aporte, me concedía una serie indefinida de usos de la máquina y una serie de tragos del botijo. De lo que luego fue como aquél de Guadalajara, que de lo que dice por la noche, por la mañana no hay nada. Si quería afilar el lápiz o el pizarrín, 20 céntimos por cada uno, al igual que si quería empinar el botijo. Por lo demás nada, pues no hacía uso de ello, ya que yo “iba de casa comido, meao y cagao”, que era como él decía que había que ir al colegio, además de “bebido”, pero no borracho.
Comprar la maquinita, la compró él solito, pero la pagamos entre todos los chicos –él no puso ni cinco céntimos- y por tanto podríamos sacar punta a los lapiceros, “todos” y gratis, según nos había vaticinado.
La maquinilla se había comprado con el dinero que nos sacaba a los alumnos, cobrándonos canon por ir al servicio, al precisar hacer nuestras necesidades fisiológicas más elementales, como por beber agua del botijo que había en clase.
De estas actividades “lúdicas” era de donde procedían sus ingresos en mayor parte, ya que también nos vendía lapiceros, cuadernos, pizarras, pizarrines para escribir en ellas, plumines, plumillas, papel secante y tinteros, gomas y sacapuntas y hasta las bolitas de anís –“gordas” y “pequeñas”- que compraba con la recaudación, “para regalároslas o dároslas como premio”, según sus mismas palabras.
Según fuese la acción a premiar, podría ser de las gordas o de las pequeñas, pero nunca fue así.
Todo esto lo guardaba, bajo llave, en un armario de madera que había en un lateral de la clase junto a la pared, el cual abría para mostrárselo a los inspectores, muy orgulloso él, pues “todo esto es para auxilio de los alumnos, cuando se encuentran, incompresiblemente, sin alguno de estos objetos”. Decía y se quedaba tan ancho.
Aclaraba que a precio de tienda: “al precio que los compro, al mismo que se los vendo”, siendo la “caja registradora” una cajita cuadrada de madera que en un rincón del mueble y sobre una alacena reposaba. ¡Iba sobrado de cinismo el dómine! ¡Menuda desfachatez la suya!
A los que no teníamos dinero, que éramos la mayoría, nos decía que si no queríamos pagar por ir a hacer nuestras necesidades básicas, la solución era sencilla “pues al colegio se viene comido, bebido, meao y cagao”. Así que como la mayoría no seguía la máxima, de la que se hacía eco mi madre y por esta razón no nos daba un céntimo, pagaban y hasta se disputaban “el botijo” en las subastas, quizás como ostentación de “los dineros” de que disponían ciertos chavales, ya que siempre la puja estaba a cargo de tres, cuatro a lo sumo, que eran los que “manejaban”.
En pocas ocasiones se lo disputaban entre cinco, aunque en un principio comenzaba pujando casi toda la clase. Claro que esto lo hacíamos “de coña” pues como yo, había otros cuantos que “teníamos telarañas” en los bolsillos.
Las tarifas que estableció para usar la maquinilla, cuando ésta entró en pleno funcionamiento, eran las siguientes: además de los 20 céntimos para sacar punta a los lápices y pizarrines, finos, creó la "tarifa gruesa", pues la máquina tenía varias entradas, a propósito para los distintos calibres de lapiceros, pizarrines y difuminadores, ya que entre el material "obligatorio" que debíamos usar, estaban estos -aunque entraron en uso algo más tarde- y unas pinturas gruesas, de calibre octogonal y de dos colores, en una mitad azul y en la otra rojo. Por estos, al igual que por cualquier tipo de tiza, ya que la máquina "podía con ellas", 30 céntimos.
Las tarifas para necesidades fisiológicas y demás golosinas eran: pis, 10 céntimos; caca, 20 céntimos; bolita de anís pequeña, 10 céntimos; bolita de anís gorda, 20 céntimos y el mismo precio por beber agua del botijo; subasta por ir a llenarlo a la fuente, hasta que se dejaba de pujar y él contaba hasta 3; el no pagar por todo aquello, no tiene precio.
A veces, en las subastas se pasaba de las 10 pesetas el monto, siendo casi siempre el mismo el que se llevaba el gato al agua; en este caso “el botijo”.
Este se llamaba Isidro y respondía al mote de “el botijo”, que no sé yo si era por esta afición suya de llevar el recipiente a la fuente y traerlo lleno de agua, o por el tipo de su figura con apariencia del producto alfarero. Para el caso nos es indiferente que fuera una u otra la causa, pero hay que reconocerle “el mérito” al que tal alias le dio, ya que tuvo que devanarse los sesos por dar con tan acertado mote.
Toda aquella recaudación se iba echando en una caja de madera que ponía sobre su mesa cada mañana, tras sacarla del armario donde dormía bajo llave todas las noches. También allí se escondía cuando venía la inspectora –no conocí a un inspector- y su variopinto séquito.
Pobre del que dijese algo de todo aquello durante la inspección, pues ya nos advertía antes y nos “leía la cartilla” al respecto. Así que, “chitón y a achantar la muy” se ha dicho.
Como la clase de mayores era la primera del pasillo, siguiente puerta del local de la OJE que estaba junto a la entrada, siempre inspeccionaban allí primero y nunca le pillaban en un renuncio, ya que el capullo del profe de mayores mandaba a alguno de los alumnos, con cualquier pretexto, para avisarle y así que no le pillasen con la recaudación sobre la mesa. ¿Irían a pachas a la hora de repartirla?
Aunque las maestras y maestros ya estaban prevenidos de la llegada, con fecha y hora desde días antes. En una sola ocasión, de la que no recuerdo si fue por visita de la inspectora, o la visitante que era una personalidad importante, la recibimos en el pasillo y bien formados en tres filas, dejando solamente la mitad del pasillo como calle.
La señora, y su séquito, se paseó delante de nosotros, mirándonos con mirada dulce, como si todos fuésemos sus amantísimos hijos y regalándonos una sonrisa, que no puedo decir si era la mejor que tenía. Creo que tan solo tenía una, pues no la cambió ni un ápice en lo que duró la revista de la joven tropa, cual si fuera su cara de cartón, o llevase puesta una careta de aquellas que nos compraban en fechas señaladas, con una goma para sujetarla por detrás de la cabeza, con la cara de algún personaje importante o famoso dibujada en ella y con dos orificios en los ojos de la caricatura y que nosotros usábamos para mirar a través de ellos, para no chocar con nada ni nadie. Aunque como la visibilidad era reducida y limitada al frente, te dabas a veces unos golpes...

Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Villamanta, Madrid
18/3/2007


Me acuerdo de... y tenía tres años. Capítulo 2º

Pinceladas
Final del parvulario

Después de aquella impresión ¿qué podía fascinarme ya? Pues muchas cosas.
Recuerdo, que en párvulos estábamos las niñas y los niños juntos; en medianos y mayores no. Las chicas estaban en la planta de arriba -el colegio “nacional” tenía dos plantas- y nosotros en la baja, pues entonces no se permitía que estuviésemos "revueltos" ambos sexos en la misma clase, ni en la misma planta. Cuando entrábamos al colegio, primero lo hacían las chicas y después lo hacíamos los chicos, siempre vigilados, todos, por las maestras y los maestros.

A salir, salíamos primero nosotros, pues la cuestión era –al parecer ordenada por alguien demasiado “casto”, que luego solía ser alguien de mente calenturienta- la de no mezclarnos ni siquiera en los pasillos. En cambio en el recreo jugábamos todos juntos; eso sí, vigilados por las señoritas porque por los profesores, como que no.
El que no leía el periódico, se iba a tomar un café al bar, por el contrario el de medianos... ¡Ah! El de medianos. A ese sí le interesaba "vigilar", pero a las chicas.
Cuando corrían jugando “al pañuelo”, a “tú la llevas”, “al truque” –la rayuela-, o simplemente corrían, nos decía –estando yo ya en medianos-, el muy "capullo" (pido perdón a las flores), que cuando las chicas se acercasen, nosotros fuésemos hacia ellas, nos agachásemos ante ellas y rodeándolas las piernas con los brazos, hiciésemos como que queríamos subirlas y las levantásemos las faldas diciendo -¡Uf cuanto pesas! así la chica se quedaba de pie y con las faldas levantadas. Y así, el muy "salido", podía darse el "gustazo".

Esto es bien cierto, tanto el hecho como las “recomendaciones” que nos daba, tanto verbal como descriptivamente, sobre cómo teníamos que hacerlo.
Hubo uno que lo hizo. Pero claro, como al profe sólo le interesaban las mayorcitas y nosotros éramos de medianos (de 6 a 10 años), les caíamos más bajitos. El que lo intentó –no por ser el más valiente, sino por ser el más panolis-, al ponerse de pie, como la chica se quedaba tal cual, la cara le quedó a una altura propicia para que la asaltada le propinara una bofetada de órdago a la grande.
Sí, las “seños” de párvulos pegaban. Pegaban las de las chicas de medianas y mayores, y pegaban todos los maestros; hasta nosotros nos pegábamos entre sí.

El maestro de medianos, en todo el tiempo que fui al colegio fue el mismo, D. Vicente, y las mismas señoritas en parvulario. Las señoritas de las chicas cambiaron varias veces, y aunque de su fisonomía me acuerdo como si las hubiese visto ayer, no es así con sus nombres.
Los de mayores cambiaron unos cuantos; D. Manuel, que decían había sido boxeador y por la forma que le vi pegar a mi hermano sí que podría serlo, pues además lo corroboraba la nariz aplastada, sin tabique nasal; D. Emilio, que creo recordar que era hijo de don Vicente, o de otro de los “profes”; D. Lorenzo, que “otro que tal baila”, pues ya en la cara avinagrada se le notaba la mala leche que tenía y D. Juan, que no desmerecía a ninguno de los otros, por no decir que les superaba.

Este último estuvo poco tiempo dando clase, después de que yo comenzase a recibirlas, por lo que apenas lo conocí y poco me acuerdo de él, pero las referencias sobre sus “buenos” modales trascendieron.
D. Manuel llevó un día a mi hermano a nuestra clase para pegarle: “-Para que veáis como premio yo a los que escriben en los cuadernos lo que no tienen que escribir”. Le dio un guantazo o tortazo en la cara que pareció la patada de una mula y cuando se caía de lado, le dio al contrario y lo enderezó.
No lloró, pues si llega a llorar se hubiese ganado otra hostia o premio, como decía el bestia, porque “-Los de mi clase no lloran” –decía-. ¡Hombre, eran ya mayores! ¿Cómo iban a llorar?
Había un dicho popular –o máxima, vaya usted a saber- inventado por algún lumbreras, y graciosillo, que decía: "la letra con sangre entra". A mí, he de “confesar”, que no me entraba ni con hostias ni sin comulgarlas.
Había otro creado seguramente por un machote, uno de tantos de los que han existido en todas las épocas, y que por aquél entonces, y sobre todo si eran de los que habían ganado la guerra les gustaba repetir, restregártelo, aunque fueses un crío, que decía: “los hombres no lloran”. ¡Y una leche! digo yo, que cuando te vienen esas ganas de llorar, pues la congoja es tal, acompañadas del clásico nudo en la garganta, es mejor hacerlo, te desahogas y te quedas tan fresco y el que sienta vergüenza ajena, que vuelva la cara, que no mire y listo.
Continuando en párvulos, la cartilla al igual que los cuadernos, teníamos que "darlos" en casa. En casa, con mis padres y mis hermanos mayores, es donde aprendíamos a hacer los palotes, las letras y a formar palabras.
Con la lectura lo mismo, primero a, e, i, o, u, después, ma, me, mi, mo, mu, y así hasta "mi mamá me mima", "yo quiero a mi mamá", etc.
Al día siguiente llegábamos a clase y la señorita, la que veía, nos revisaba los cuadernos; nada más. La ciega nos reunía en torno a su mesa y cada uno con su cartilla abierta por la página que ella dijese, teníamos que leer. Pero ojo, todos a la vez mientras ella con un palo en la mano, bueno, un trozo de silla de las que había varias desvencijadas en clase, se paseaba alrededor del corro, nos tocaba la espalda primero, después la cabeza y... ¡zas!, en todo el coco o en las costillas -a ella le era indiferente-, sentías la dureza de la madera canteada, del travesaño de una silla.
Que ya te daba por pensar si no las desmantelarían ellas mismas, para tener arsenal remanente, pues de vez en cuando había alguno de los damnificados que “hacía” desaparecer el arma.
Cuando nos aprendimos aquello que pasaba en el corro cantarín de cabizbajos lectores, cada vez que notábamos su mano, nos protegíamos la cabeza con las manos y los costados con los brazos como podíamos. Pero lo malo era que si te daba de lleno en el codo o los nudillos ya estabas apañado.
Sin apenas variaciones, pasaron los tres años de parvulario. Llega el final de curso del tercero y la “seño” va nombrando a todos los que en septiembre pasamos a medianos por tener ya seis años. ¡Qué alegría, ya soy mayor! Bueno, mediano, voy a ir a otra clase y por fin las pierdo de vista! ¡Ya no me darán palos! ¿Qué no qué? Bueno hombre, bueno, palos lo que se dice palos…, solamente palos, no.
En septiembre próximo ya seríamos cuatro los hermanos que iríamos juntos al colegio. A mayores uno, dos a medianos y otro a párvulos; ¡pobre!


Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Villamanta, Madrid
15/3/2007

Me acuerdo de.... y tenía tres años. Capítulo 1º

El colegio: párvulos

De la vez que mi padre me llevó a la huerta, donde había estado trabajando, para ver a sus antiguos compañeros. Las veces que se lo referí a mi madre y a mi padre, ya de mayor, me decían que era imposible que me acordara siendo tan pequeño, hasta que les di los detalles y se convencieron.
De la primera vez que fui al colegio, a la clase de párvulos, todo contento pues me parecía que ya era muy mayor y porque llevaba un babi nuevecito, blanco, con rayas azul clarito cruzadas, formando cuadritos y con mi nombre bordado por mi madre en el bolsillo del pecho.

De cuando vi a mis dos "señoritas" -así se las llamaba entonces- por primera vez, una alta y gruesa, la otra baja y delgada.
De cuando me llevaron de la mano a la clase de párvulos y que cuando las vi se me quitaron las ganas de ir al colegio. Ya en días sucesivos fui enterándome bien de cómo eran, cómo actuaban con nosotros, los niños y niñas del parvulario, así de cómo iban vestidas.
La más alta, la gruesa, que aunque parecía la más joven no lo era, llevaba una rebeca de punto de color marrón, abrochada por tan sólo dos botones, ya que no tenía más, por encima de su prominente barriga. No recuerdo cuantos la faltaban, pero sí que había ojales que no confrontaban con ninguno.

De la cintura hasta justo sobre las rodillas, se tapaba con una falda azul marino de tubo -bastante tiempo más tarde supe que se llamaban así- con forma de saco y dada de sí en extremo a la altura de su voluminoso y alto trasero.
Calzaba zapatos altos, no de tacón, o botas cortas ortopédicas de color marrón tirando a rojo, muy sucias y torcidas hacia afuera, con los tacones y suelas bastante gastados por el lado exterior, debido, seguramente, a las malformaciones de los pies y de las piernas, pues era patiestevada.
Esto lo pude comprobar la primera vez que la vi moverse de “su sitio”; el sillón de asiento plano y respaldo de madera con reposabrazos, que estaba en un rincón, tras la mesa que cerraba el triángulo formado por ella y las dos paredes de la clase.

Decía lo de “su sitio”, pues parecía suyo, ya que allí nunca se sentó su hermana –la otra “señorita”-, aunque se encontrase desocupado el escaño en algunas ocasiones.
La cojera de aquella señora no me causó impresión, sino..., otras cosillas personales, ya que mi madre era coja desde la guerra civil, la del 36, como normalmente se refería a ella la gente.
Estando la familia en su casa, en la zona llamada de “las ocho casas”, en el barrio de La Estación de Pozuelo, cayó una bomba sobre ella y parte de la metralla que contenía la destrozó una rodilla a mi madre. A consecuencia de aquello y de llevar la escayola puesta hasta el final de la contienda, se le quedó la pierna rígida, no doblaba la rodilla –“Porque tengo la rodilla seca” -decía- y el pie no es que lo torciera al andar, pues siempre lo tenía algo torcido, gastando más la suela y el tacón por la parte exterior.

Llevaba también la “seño” unas medias muy tupidas de color... ¿Cómo diría yo...? ¿Carne sucia? ¡Bah! Es igual, el caso es que le iban desde la parte de debajo de las rodillas hasta desaparecer, casi por completo, en las botas. Y digo casi desaparecer, porque antes de llegar a ellas ya habían desaparecido algunos trozos, dejando al descubierto rodales de carne tanto en las pantorrillas como en los empeines y talones de los pies.
Para que no “se le cayesen”, las sujetaba con unas ligas negras retorcidas que se dejaban ver en algunos tramos por entre el dobladillo y otras sobre la carne, de tal, que le marcaban unos surcos rojos en la blancura de la piel.
Por debajo de la rebeca y sobresaliendo en algunos colgajos sobre la falda, mal vestía una blusa de un color indefinido, entre beige, crudo y blanco sucio. No recuerdo bien de cual color de los tres era, pero sí recuerdo que tenía tal cantidad de "lámparas" (léase manchas) que quizás por eso no lo recuerde, o no llegué a adivinarlo, ya que tan difícil cuestión requeriría valerse de la quiromancia, o ciencia similar, para dar con él.
Lucía una cara mofletuda, de carrillos caídos –papada se decía- con una curva insinuante, vestigio de que allí hubo barbilla en su parte inferior, con algún pelillo por aquí y otros por allá. Como pude ver en días sucesivos –y durante tres años más-, en sus "momentos trascendentales", se los arrancaba haciendo pinzas con las uñas, tentándose la cara con las yemas de los dedos para localizarlos, pues era ciega y de nada le habría servido un espejo.
Pero, ¿era ciega de verdad? Esto nos lo preguntábamos, pues para mirarte de frente ladeaba la cabeza a un lado y no recuerdo cuál. Tenía los dos ojos, eso por supuesto, pero semiopacos y uno de distinto color que el otro. Uno estaba casi blanco, con la pupila negra y pequeñita eso sí, pero con el iris de color gris claro. El otro, con el iris azul con manchas grises y negras y la pupila blanquecina.
El pelo entre color marrón y pelirrojo –“estropajoso” que diría mi madre- y veteado de tonos grisáceos, parecía el hisopo de una fregona mal puesta sobre la cabeza, pues llevaba una pinza en todo lo alto que asemejaba ser el sitio por donde empalmar el mango.
De vez en cuando comía un trozo de pan duro ya, pues lo llevaba en un bolsillo de la raída rebeca, de donde lo sacaba de vez en cuando para roerlo un poco y lo volvía a guardar.

La “seño” más baja y delgada, que parecía más vieja por su piel arrugada y por conforme vestía -iba de negro-, llevaba una rebeca de punto, con algo que parecían lunares, pero no lo eran; un vestido entero, y ..., tampoco eran lunares; unas medias –dos- que al igual que su hermana, y lo eran, pues aunque no se pareciesen, eran como dos gotas de agua pero de un charco, todo depende de que uno contuviera más barro que el otro, las llevaba por debajo de las rodillas, sujetas por dos ligas -¡Cielos, eran blancas!-, que igualmente hacían los guiños del Guadiana como las de su hermana.

Lo de vestido negro fue la primera impresión, ya que era el color que predominaba, pero con poca atención que se pusiese en ella -pues saltaba a la vista-, enseguida se veía que llevaba tantas "lámparas" encima o más que su hermana; las había amarillas, blancuzcas, marrones, pardas o de indefinible cromatismo, y tal vez negras, pero con el fondo negro, o al menos en algún momento lo fue, no recuerdo si las había, o lo mismo ni las vi.

La cara, bueno, típica, o tópica de bruja de cuento -esto lo averigüé más tarde cuando comencé a verlos y posteriormente leerlos-, tenía la barbilla picuda con un pelillo acá, otro allá, y que al igual que la hermana, disfrutaba de aquellos "momentos trascendentales", en los que aprovechaba para arrancárselos.

Tenía el labio inferior, bueno, y también el superior, hundidos para adentro de la boca, como si se los estuviese mordiendo; pero no, es que no tenía dientes.

Tenía una ligerilla pelusa –o algo más que pelusa-, por debajo de la nariz a modo de incipiente bigote. Incipiente, incipiente..., aquello tenía ya tantos años como ella y además tenía un ¿"lunarcillo"? con varios pelos un poco más largos, en la comisura de los labios.

Poseía unos ojillos almendrados o avellanados, no recuerdo bien el color -"cachis" con mi memoria-, pero sí recuerdo que eran pequeños y que veían muy bien. ¿Cómo no, si tenían que ver por las dos mujeres?

La frente era estrecha y surcada de arrugas, de modo que parecía que llevaba un trozo de pana gruesa pegado a ella. Y, ¡puaf! una verruga del tamaño de un garbanzo. Esto sí lo supe en el acto, pues en casa se comía cocido todos los días de laboreo y yo había aprendido a limpiarlos incluso, así que como para no conocerlos. Y tapando todo esto, más unas orejas que a mí se me hacían muy grandes -sería por aquello de "para oírte mejor"-, una melena lánguida, grisácea, colgante y despreocupada -o desatendida-, separada en el centro de la cúspide del cráneo por una línea, que parecía trazada por alguien con un pulso incapaz de enhebrar una aguja.

Cuando más me asombré fue cuando la vi masticar el agua. Sí, sí, masticar; pero, ¿cómo, si no tenía dientes? Más tarde, mi madre me dijo que sería por eso, por no tener dientes y me quedé aún más asombrado, si cabe.

Pasaban los huevos por agua en un cazo que ponían en la estufa de la clase y haciéndoles un agujero mojaban pan o los sorbían. Esto lo veía por primera vez y, claro ¡date! ya sabía yo de donde provenían las "lámparas” amarillas y blancas por lo menos; las otras, sobre todo las de las medias y los zapatos lo supe más tarde. Cuando permanecían al lado tuyo un momento ya lo sabías, además de verlas alguna “escapadita”, más de una vez, y allí mismo, en el aula.

Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Villamanta, Madrid
13/3/2007

miércoles, 9 de enero de 2013

Accidente mortal

Circulaba a gran velocidad por la autovía. Pocos minutos faltaban para el desenlace, aunque esperado cambio, y a su pesar veía que no llegaría a tiempo.
Conectó la radio, pues así al menos oiría el ambiente que sabía que se iba a perder de disfrutar en directo.
El presentador de turno, a voz en grito decía en ese momento: “...los cuartos” y guardó silencio. Comenzaron a oírse los cuatro toques dobles de campanas; cesaron, y comenzaron los tañidos de las doce campanadas.

En el mismo instante que se dejó de oír el primero, sin atenuarse su eco metálico y sin llegar a sonar el segundo golpe de badajo, dos lindos gatitos, rayados de un precioso rubio, sentados en el interior de un cesto de mimbre, sus despiertos ojos mirándole, se interpusieron en su trayectoria.
No pudo sortearlos, pues de haberlo hecho habría derrapado y hubiera salido por un lateral de la autopista a despeñarse por el talud. Pisó el freno pero no pudo evitar el encontronazo.

El golpe fue brutal, mortal de necesidad. Quedó un instante conmocionado, aturdido, pero no lo suficiente como para no poder ver ante él una masa ingente de números, poco antes compacta, que se desintegraba en el espacio.
Días, semanas, meses, todos por los aires; todos se iban al garete. Aferrado al volante con las dos manos, los ojos desorbitados por el asombro, oyó un fuerte golpe sobre el coche. El techó bajó hasta tocarle la cabeza.

Se apeó para inspeccionar qué podía haber sido aquello, comprobando incrédulo como un gran almanaque, con un nuevo año en sus hojas, irremisiblemente se le había venido encima.





Adrián Martín Alonso
(AdriPozuelo)
Sacedón, Guadalajara
2 de enero de 2013

Roscón de reyes

Llevaba oyendo la casi idéntica cantinela desde el día 15 o 16 de diciembre, en la panadería y pastelería del pueblo de al lado, distante 14 km, que es donde voy a comprar el pan y la bollería para el desayuno y la merienda.
Tras de pedir mi pan gallego, cuando me tocaba el turno, entre la dependienta –o la dueña- y yo, se creaba el invariable diálogo. -¿Algo más? -Medio kilo de perrunillas (en alguna ocasión). -¿Un roscón? -No, gracias. ¿Algo más? –Dos napolitanas de chocolate y dos croissants (por ejemplo, en otras ocasiones). ¿Y, un roscón, que están calentitos? –No, gracias. Y ellas: ¡Que están recién hechos! Y yo: -No, gracias. Cada cosa a su tiempo, que aún falta mucho para reyes y ni siquiera es día de trurrones. Yo es que soy muy tradicional, ¿sabe?
Pues nada, que día tras día, cada tres que es cuando voy allí, repitiendo la cantinela del roscón.
Hoy, día 6 de enero, día de reyes ¡por fin! voy a la pastelería-panadería, pido mi pan, y no ocurre nada. Pido unas almendradas y unas piñonadas: y nada. Pido dos trenzas, que aquí son muy buenas –¡y gigantes!-: y nada. Pido un roscón pequeño, sin nata, y nada. Que nada de nada, vamos.
-Lo siento, pero ya no me quedan hoy. Y a las horas que son –eran las 12 y ½ - ya no haremos más, porque los que están en la estufa no dará tiempo a hornearlos para que estén listos antes de la hora de cerrar. Mañana, si lo quiere, se lo reservo que esta madrugada el obrador hará más también, y aunque habrá bastantes, se lo guardo por si acaso se vendieran antes de que usted venga.
No, gracias, mañana es día siete ya.

AdriPozuelo
enero de 2011