jueves, 24 de enero de 2013

Me acuerdo de... y tenía tres años. Capítulo 6º


A mi amigo Manuel Meco –Manolo, “el Meco”- le apetecía hacer de rabiar a D. Vicente, tanto, como irse a su casa cuando iba al baño. Saltaba por la ventana y como vivía cerca, iba, se hacía un "bocata" y se lo comía en el trayecto de vuelta, volviendo a entrar por la ventana.
En una de aquellas ocasiones, el profe le vio a través de los cristales del ventanal de clase, pues gustaba de pararse allí y mirar a la calle según nos dictaba “el dictado” del día. Cuando entró en la clase le cogió por banda, se lió a darle latigazos o zurriagazos como decíamos nosotros, tal como si estuviese loco. Aunque "el Meco" le pedía perdón y que por favor no le pegase más que le dolía mucho, no paró hasta que al "huevón" le dio la gana de hacerlo.

Esa misma tarde fueron los padres de Meco –la señora de Meco y el señor Meco- a darle la bronca al profe. No quiso que entraran a clase y en el pasillo se pusieron a dar voces. Nosotros salimos a cotillear, a pesar de que no teníamos que haberlo hecho, según indicaciones precisas del inquisidor, y vimos a la madre que en ese momento y sin dejar de gritar al "dómine", y llorando, levantaba el niqui a Manolo, al tiempo que recriminando al maestro, le preguntaba si aquello era humano –su proceder- y que si las muestras decían lo que él aseguraba, que no era otra cosa que tan solo él había dejado caer la correa sobre la espalda varias veces.

Entonces pudimos ver aquella espalda flagelada. La espalda de un chaval de nueve años, que el mayor mal que había hecho, fue ir a su casa a por un bocadillo, solo que en horas lectivas, que debía ser algo así como un crimen de lesa magnitud; la tenía hecha "un Cristo", como hubiera dicho mi abuela, y yo lo suscribo hoy, pues era la imagen de la espalda de Cristo después de azotarle, tal y como se veía en los lienzos de arte; estaba llena de rayas rojas del grosor de un dedo y entrecruzadas en todas direcciones; vamos, en "carne viva" , como se decía de alguien que se encontraba en lamentable estado.
No sé por qué la guardia civil no apareció en el lugar, puesto que cuando los chicos "armábamos jaleo” –“bronca" según ellos-, siempre aparecía en el pasillo, para llamarnos la atención y al orden, el cabo o algún número de la benemérita.

Un pasillo ancho y largo, con un gran efecto de eco y resonancia, debido a la altura y anchura que tenía, al fondo del cual, a la izquierda y junto a la escalera que conducía a las aulas de arriba, las de las chicas, había una puerta que comunicaba interiormente con el cuartelillo, pues estaba ubicado en el mismo edificio.
Cosas de la época, digo yo, aquello de tener el “cuartelillo” adosado al colegio, pues lo he podido comprobar en otros lugares que he visitado posteriormente. Desde los primeros escalones, a los que nos encaramábamos por tal motivo, oíamos, e incluso veíamos por los ventanillos, pues se empinaban para hablarnos, a los presos que en ocasiones había allí detenidos.

En alguna ocasión nos decían sus nombres y la dirección de sus familias, para que les dijésemos que se encontraban allí encerrados, pues al parecer los civiles no se lo comunicaban, o al menos eso creían ellos, ya que llevando varios días allí, aun no habían ido a visitarlos.
También se les oía cuando gritaban, que nos figurábamos el por qué, pero no lo veíamos desde aquella posición, o cuando deambulábamos por el pasillo en días de lluvia, como igualmente oíamos las voces de los guardias civiles y golpes; gritos y golpes que se superponían sucesivamente.
Unos días más, otros menos y alguno que no pegaba, llegamos a los diez años y el consiguiente cambio de "categoría". ¡¡A mayores tocan"!! Madre mía, ¿sería todo en verdad a mayores?

Pues..., casi que sí, pero a mí no me pegó D. Lorenzo, que era quien estaba de titular por aquél entonces, tras dejar la bacante el anterior por jubilación; no me dio tiempo de probar la paleta de madera que tenía para pegar. Por cierto, que era la que se usaba para remover la leche en polvo que se mezclaba con agua y que nos daban de vez en cuando, junto a un pedazo de queso holandés, anaranjado, que venía en latas grandes desde el país de los tulipanes, debido a no sé qué programa de intercambio.
No sé qué podía intercambiar España por aquél entonces y menos con Holanda, pero dejemos eso para otra ocasión.
El día que tocaba leche, cada uno llevaba de su casa el pan y el vaso o jarrito de aluminio, comprado para la benéfica ocasión. Se dispensaba en la clase de mayores y por el maestro titular, siendo todos sus colegas los encargados del orden de la fila y de que ninguna de aquellas “harapientas y hambrientas fieras”, se colase una segunda vez en las “prietas y marciales filas”.
En la puerta había una ranura que tenía justo la medida del perfil de la paleta. La hizo D. Lorenzo, un día que “el piñonero" le estaba haciendo "coquitos" tras la puerta, al lanzarle el “arma arrojadiza”. Se la lanzó con tal fuerza que la atravesó, y aún rebotó en la pared del otro lado del pasillo.

Epílogo

Como decía, allí no me pegaron, porque no pasé ni medio curso; lo comenzamos a mediados de septiembre, por navidades nos fuimos de vacaciones y ya no volví. Mi madre me puso a trabajar de churrero y quien me "calentaba" no era el maestro sino el fogón de la churrería.
Qué bien me lo pasé sacando porras y churros -"tejeringos"- de la sartén, vendiéndolos y comiéndolos. D. Lorenzo se "jodió", que a mí no me pegó, aunque por el contrario, aquello fuera en detrimento de mis estudios, los que continué y terminé, obteniendo mi Graduado Escolar, veintiún años después.
Todo aquello me marcó de tal forma, quizás inconscientemente, que por eso tardé tanto tiempo en reanudar los estudios. Eso, y el hecho de que no fuese necesario el Graduado, para comenzar a trabajar en cualquier sitio, pues no era obligatorio poseerlo en aquellos tiempos.
Una pena que a aquél gobierno no le interesase, o no le importara ni poco ni mucho, o sea nada, tener a hijos de obreros con estudios y menos si estaban tachados de comunistas aunque no lo fuesen. Era mejor que siguiésemos siendo borregos, e incluso obreros analfabetos.
Por suerte tuve un padre que aunque no había ido a la escuela, le gustaba leer, escribir -tenía una letra muy bonita-, ver el Atlas y repasar con nosotros la enciclopedia.
Yo por mi parte, como ya trabajaba y tenía dinerillo gracias a las propinas que me daban, comencé a compra tebeos, sobre todo de "Vidas Ejemplares" y personajes ilustres, recomendados ambos por mi padre, además de los de aventuras como El Capitán Trueno, El Jabato, Roberto Alcázar y Pedrín, Hazañas Bélicas y otros de humor.
“Ya que te vas a comprar tebeos, no hagas la de tu hermano y cómprate algo de provecho”, me decía “mi viejo”. Y así lo hice, y así me fui aficionando a la lectura, a buscar países en el Atlas de mi padre, pues leía su nombre en los tebeos y no sabía dónde estaban, o a qué continente pertenecían. Como él, me fui aficionando a escribir, a hacer cuentas y al dibujo, aunque de este arte mi padre no tuviese ni idea, ya que por eso mismo me decía que dibujaba muy bien y que podría llegar a ser un artista.

Pero ésta es otra historia, por cierto más bonita, agradable y placentera para mí, aunque no hayan faltado traspiés y alguna zancadilla. Quizás la escriba algún día.


Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Villamanta, Madrid
29/3/2007.


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