El colegio: párvulos
De la vez que mi padre me llevó a la huerta, donde había estado trabajando, para ver a sus antiguos compañeros. Las veces que se lo referí a mi madre y a mi padre, ya de mayor, me decían que era imposible que me acordara siendo tan pequeño, hasta que les di los detalles y se convencieron.
De la primera vez que fui al colegio, a la clase de párvulos, todo contento pues me parecía que ya era muy mayor y porque llevaba un babi nuevecito, blanco, con rayas azul clarito cruzadas, formando cuadritos y con mi nombre bordado por mi madre en el bolsillo del pecho.
De cuando vi a mis dos "señoritas" -así se las llamaba entonces- por primera vez, una alta y gruesa, la otra baja y delgada.
De cuando me llevaron de la mano a la clase de párvulos y que cuando las vi se me quitaron las ganas de ir al colegio. Ya en días sucesivos fui enterándome bien de cómo eran, cómo actuaban con nosotros, los niños y niñas del parvulario, así de cómo iban vestidas.
La más alta, la gruesa, que aunque parecía la más joven no lo era, llevaba una rebeca de punto de color marrón, abrochada por tan sólo dos botones, ya que no tenía más, por encima de su prominente barriga. No recuerdo cuantos la faltaban, pero sí que había ojales que no confrontaban con ninguno.
De la cintura hasta justo sobre las rodillas, se tapaba con una falda azul marino de tubo -bastante tiempo más tarde supe que se llamaban así- con forma de saco y dada de sí en extremo a la altura de su voluminoso y alto trasero.
Calzaba zapatos altos, no de tacón, o botas cortas ortopédicas de color marrón tirando a rojo, muy sucias y torcidas hacia afuera, con los tacones y suelas bastante gastados por el lado exterior, debido, seguramente, a las malformaciones de los pies y de las piernas, pues era patiestevada.
Esto lo pude comprobar la primera vez que la vi moverse de “su sitio”; el sillón de asiento plano y respaldo de madera con reposabrazos, que estaba en un rincón, tras la mesa que cerraba el triángulo formado por ella y las dos paredes de la clase.
Decía lo de “su sitio”, pues parecía suyo, ya que allí nunca se sentó su hermana –la otra “señorita”-, aunque se encontrase desocupado el escaño en algunas ocasiones.
La cojera de aquella señora no me causó impresión, sino..., otras cosillas personales, ya que mi madre era coja desde la guerra civil, la del 36, como normalmente se refería a ella la gente.
Estando la familia en su casa, en la zona llamada de “las ocho casas”, en el barrio de La Estación de Pozuelo, cayó una bomba sobre ella y parte de la metralla que contenía la destrozó una rodilla a mi madre. A consecuencia de aquello y de llevar la escayola puesta hasta el final de la contienda, se le quedó la pierna rígida, no doblaba la rodilla –“Porque tengo la rodilla seca” -decía- y el pie no es que lo torciera al andar, pues siempre lo tenía algo torcido, gastando más la suela y el tacón por la parte exterior.
Llevaba también la “seño” unas medias muy tupidas de color... ¿Cómo diría yo...? ¿Carne sucia? ¡Bah! Es igual, el caso es que le iban desde la parte de debajo de las rodillas hasta desaparecer, casi por completo, en las botas. Y digo casi desaparecer, porque antes de llegar a ellas ya habían desaparecido algunos trozos, dejando al descubierto rodales de carne tanto en las pantorrillas como en los empeines y talones de los pies.
Para que no “se le cayesen”, las sujetaba con unas ligas negras retorcidas que se dejaban ver en algunos tramos por entre el dobladillo y otras sobre la carne, de tal, que le marcaban unos surcos rojos en la blancura de la piel.
Por debajo de la rebeca y sobresaliendo en algunos colgajos sobre la falda, mal vestía una blusa de un color indefinido, entre beige, crudo y blanco sucio. No recuerdo bien de cual color de los tres era, pero sí recuerdo que tenía tal cantidad de "lámparas" (léase manchas) que quizás por eso no lo recuerde, o no llegué a adivinarlo, ya que tan difícil cuestión requeriría valerse de la quiromancia, o ciencia similar, para dar con él.
Lucía una cara mofletuda, de carrillos caídos –papada se decía- con una curva insinuante, vestigio de que allí hubo barbilla en su parte inferior, con algún pelillo por aquí y otros por allá. Como pude ver en días sucesivos –y durante tres años más-, en sus "momentos trascendentales", se los arrancaba haciendo pinzas con las uñas, tentándose la cara con las yemas de los dedos para localizarlos, pues era ciega y de nada le habría servido un espejo.
Pero, ¿era ciega de verdad? Esto nos lo preguntábamos, pues para mirarte de frente ladeaba la cabeza a un lado y no recuerdo cuál. Tenía los dos ojos, eso por supuesto, pero semiopacos y uno de distinto color que el otro. Uno estaba casi blanco, con la pupila negra y pequeñita eso sí, pero con el iris de color gris claro. El otro, con el iris azul con manchas grises y negras y la pupila blanquecina.
El pelo entre color marrón y pelirrojo –“estropajoso” que diría mi madre- y veteado de tonos grisáceos, parecía el hisopo de una fregona mal puesta sobre la cabeza, pues llevaba una pinza en todo lo alto que asemejaba ser el sitio por donde empalmar el mango.
De vez en cuando comía un trozo de pan duro ya, pues lo llevaba en un bolsillo de la raída rebeca, de donde lo sacaba de vez en cuando para roerlo un poco y lo volvía a guardar.
La “seño” más baja y delgada, que parecía más vieja por su piel arrugada y por conforme vestía -iba de negro-, llevaba una rebeca de punto, con algo que parecían lunares, pero no lo eran; un vestido entero, y ..., tampoco eran lunares; unas medias –dos- que al igual que su hermana, y lo eran, pues aunque no se pareciesen, eran como dos gotas de agua pero de un charco, todo depende de que uno contuviera más barro que el otro, las llevaba por debajo de las rodillas, sujetas por dos ligas -¡Cielos, eran blancas!-, que igualmente hacían los guiños del Guadiana como las de su hermana.
Lo de vestido negro fue la primera impresión, ya que era el color que predominaba, pero con poca atención que se pusiese en ella -pues saltaba a la vista-, enseguida se veía que llevaba tantas "lámparas" encima o más que su hermana; las había amarillas, blancuzcas, marrones, pardas o de indefinible cromatismo, y tal vez negras, pero con el fondo negro, o al menos en algún momento lo fue, no recuerdo si las había, o lo mismo ni las vi.
La cara, bueno, típica, o tópica de bruja de cuento -esto lo averigüé más tarde cuando comencé a verlos y posteriormente leerlos-, tenía la barbilla picuda con un pelillo acá, otro allá, y que al igual que la hermana, disfrutaba de aquellos "momentos trascendentales", en los que aprovechaba para arrancárselos.
Tenía el labio inferior, bueno, y también el superior, hundidos para adentro de la boca, como si se los estuviese mordiendo; pero no, es que no tenía dientes.
Tenía una ligerilla pelusa –o algo más que pelusa-, por debajo de la nariz a modo de incipiente bigote. Incipiente, incipiente..., aquello tenía ya tantos años como ella y además tenía un ¿"lunarcillo"? con varios pelos un poco más largos, en la comisura de los labios.
Poseía unos ojillos almendrados o avellanados, no recuerdo bien el color -"cachis" con mi memoria-, pero sí recuerdo que eran pequeños y que veían muy bien. ¿Cómo no, si tenían que ver por las dos mujeres?
La frente era estrecha y surcada de arrugas, de modo que parecía que llevaba un trozo de pana gruesa pegado a ella. Y, ¡puaf! una verruga del tamaño de un garbanzo. Esto sí lo supe en el acto, pues en casa se comía cocido todos los días de laboreo y yo había aprendido a limpiarlos incluso, así que como para no conocerlos. Y tapando todo esto, más unas orejas que a mí se me hacían muy grandes -sería por aquello de "para oírte mejor"-, una melena lánguida, grisácea, colgante y despreocupada -o desatendida-, separada en el centro de la cúspide del cráneo por una línea, que parecía trazada por alguien con un pulso incapaz de enhebrar una aguja.
Cuando más me asombré fue cuando la vi masticar el agua. Sí, sí, masticar; pero, ¿cómo, si no tenía dientes? Más tarde, mi madre me dijo que sería por eso, por no tener dientes y me quedé aún más asombrado, si cabe.
Pasaban los huevos por agua en un cazo que ponían en la estufa de la clase y haciéndoles un agujero mojaban pan o los sorbían. Esto lo veía por primera vez y, claro ¡date! ya sabía yo de donde provenían las "lámparas” amarillas y blancas por lo menos; las otras, sobre todo las de las medias y los zapatos lo supe más tarde. Cuando permanecían al lado tuyo un momento ya lo sabías, además de verlas alguna “escapadita”, más de una vez, y allí mismo, en el aula.
Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Villamanta, Madrid
13/3/2007
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