jueves, 24 de enero de 2013

Me acuerdo de... y tenía tres años. Capítulo 4º

Las condenas

Al entrar por la mañana en clase, lo primero de todo era rezar el Padre Nuestro, después cantar “el caralsol", el que no quise aprenderme nunca, porque no me dio la gana, quizás en solidaridad a las ideas de mi padre y algunos de mis tíos –no comunistas ni de “rojos”, aunque de ello les tachasen, y que luego fueron mías también-, y seguidamente a estudiar. Si no te sabías la lección, ibas castigado de rodillas al suelo, a veces con escorias debajo de ellas, dependiendo de la gravedad que se le antojaba a don Vicente dictaminar, o con los brazos en cruz, tanto con escorias como sin ellas, y hasta con libros en las manos.

En una ocasión castigó a uno de nosotros de aquella inhumana manera, pero no recuerdo a quién fue, tan solo me acuerdo del hecho, pues es inolvidable y no solo para el que lo sufrió en su persona. A mí no me tocó ese día, por tanto no fui yo el de este hecho, pero sí que sufrí el castigo en algunas ocasiones. Le mandó de rodillas al suelo y con una escoria debajo de cada una de ellas. Este se dirigió hacia la caja donde estaban las cascarrias para escogerlas “a su gusto”, pues en eso el profe era benevolente con el interfecto y dejaba que escogieses “las que más le gustaban”.
Se agachó, colocó en el suelo las escorias, buscándoles su mejor cara para poner sobre ellas sus rodillas y se arrodilló encima, con el consiguiente gesto de dolor que conllevaba siempre -y para todos sin distinción- este acto, y por “muy lisas” que hubieses escogido los acristalados desechos de antracita.

Cuando estuvo instalado en su calvario, frente a toda la clase, en medio de los dos encerados que quedaban a su espalda, a dos metros por delante de ellos, subidos ambos brazos y puestos en cruz, se le acercó don Vicente y le puso dos libros gruesos en cada palma de sus manos.
En la misma posición estuvo un rato, aunque de vez en cuando ladeaba el cuerpo para aminorar la presión de una rodilla sobre las punzantes bases donde se apoyaba y al rato lo hacía al contrario para que descansase la otra.
Estos movimientos, se hacían casi imperceptibles, y por todos los que fuimos castigados, para que no los advirtiera el maestro, pues de ser así, te daba con lo que le pareciese y donde quisiese, ya fuese con la correa, la vara de fresno o la gruesa regla, teniendo como destino la cabeza, las costillas, la espalda, las piernas o el culo, pues al bestia le gustaba la variación. “En la variación está el gusto”, reza un dicho.

Las rodillas dolían cada vez más en esa posición y más aún cuando volvías a apoyar la que habías ahuecado, ya que se volvían a clavar las mismas puntas en una parte ya debilitada y dolorida; herida en suma, pues había ocasiones en que a alguno le brotó la sangre y al verdugo se la traía al pairo. Lo que más le fastidiaba es que se “le manchase” el suelo, aunque le hacía limpiarlo al que lo había ensuciado.
Al rato, y grande, de estar en aquella posición, las fuerzas le flaquearon y los brazos le comenzaron a bajar; despacio, pero se le caían sin poder levantarlos. Al menos eso es lo que a mí me pareció y a algún otro con los que nos cambiamos la mirada interrogativa, preguntándonos si aguantaría, si los levantaría a pesar de no tener fuerzas, pues el gesto de dolor era un rictus, si se le caerían los libros, o si le levantaría el castigo don Vicente antes de que se le bajasen los brazos totalmente y se desprendiera de los libros.

Vimos que el maestro se bajaba aún más los lentes hacia la punta de la nariz y le miraba detenidamente por encima de la montura. Se levantó de su poltrona y se dirigió lentamente hacia el reo, recogiendo de encima de la mesa la regla. Se acercó al chico y puso en vertical sobre el suelo y por debajo de la mano cargada la regla, advirtiéndole que no rebasara hacia abajo aquella medida que le señalaba.
Al poco volvió a hacer sus mediciones, pues veía, al igual que nosotros, que las manos seguían bajando cada vez más, aunque muy poco a poco. Levantó la regla y con ella de canto le fue dando golpes en el brazo, de abajo a arriba, para que los brazos le quedasen en la posición inicial. ¡Cómo se reía el muy cabrón a cada golpecito que le daba! Al mismo tiempo le decía: -Arriba, arriba, arriba.
¿Creímos que ya no tenía fuerzas? Pues llegó a poner los brazos en horizontal. Don Vicente se fue hacia el sillón y antes de llegar a él, nuestro compañero ya estaba tumbado en el suelo; derrengado, exhausto, derrotado. La bestia había vuelto a ganar otra batalla. La irracionalidad del bruto se imponía sobre la inocencia del débil, que ya la tenía perdida de antemano.
O bien te castigaba a ponerte contra el cristal de la ventana, con una moneda entre éste y tu nariz. ¡Y que no se cayera! Al igual que los libros.
La moneda la ponía el castigado y si se le caía debido al cansancio, se la quedaba el avariento, teniendo que sacar el penitente otra de su bolsillo. Si no tenía más, o no tenía ninguna, como a mí me sucedió, pues mi madre no podía darnos dinero para el cole –“y menos para que un tripero se lo coma” -decía-, la ponía él después de darte unos golpes, los que le parecía bien, o bien unos latigazos, ya que también se había confeccionado un látigo, o bien algún palo, o “palazo”, según le viniese en gana.
También podía ser que tras ser azotado, el cansancio rindiera a ambos, castigado y al castigador, y por no dejar caer la moneda al suelo, ya que podía haber sido la campanilla que despertase al adormilado profesor, el cual sin pudor alguno dormitaba sobre sus brazos apoyados en la mesa, o bien echado sobre el respaldo de su butaca y la barbilla sobre el pecho, la sujetaba en sus manos al despegarse del cristal y se quedaba quieto, embelesado en la moneda, o con lo que pasaba al otro lado de la ventana.
Como el profe no dormía -según él meditaba-, abría un poco los ojos soñolientos y nos miraba a los que estábamos al frente, en los pupitres. Y claro, nosotros mismos delatábamos a nuestro compañero, ya que el “cuco” de don Vicente nos pillaba con la mirada desviada hacia el que jugaba con la moneda entre sus dedos.
En una de las ocasiones en que se levantaba pidiéndonos silencio con el dedo sobre sus labios, previendo que pudiéramos dar aviso al despistado, lo pilló desprevenido, sin enterarse de lo que se le venía encima hasta que lo sintió.
Quizás el destino, o lo que fuese, quiso que en el momento de acercársele el “cuco” estuviese mirando la moneda que tenía en sus manos a la altura de la barriga y el golpe que dio contra el cristal lo diera con la frente, pues si lo da con la nariz, en vez de hacerse añicos, como así se hizo el cristal, hubiese sido su nariz la destrozada.
Senos, cornetes, vómer, toda la cavidad nasal podría haberse ido al garete, como incluidos los maxilares, haciendo que “escupiese dientes como pipas de sandía”, como dijo uno de los compañeros, y vaya usted a saber cuántos huesos más podría haberle roto, pues el muy bruto le dio tal pescozón que si le da con el canto de la mano le deja seco como a un conejo sacrificado para la cazuela. Tal bestia era.


Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Vilamanta, Madrid
20/3/2007



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