miércoles, 12 de junio de 2013

HISTORIAS CRUZADAS: El afilador y el hortelano


(Fotos tomadas de la web)

A mi padre

El oficio de afilador es uno de tantos de los que se están perdiendo, por mucho que se hayan modernizado -motorizado en mayor medida-, de tal forma que ya no se les ve por las carreteras, al menos en España, ni por los caminos polvorientos, trasladándose a pie de una localidad a otra.
Tampoco se les ve haciendo sonar ellos directamente sus flautas, llamadas chifre, chiflo o xipro, según la procedencia, sino que en su lugar se oye una grabación a través de altavoces; los que sobresalen por las ventanillas de los vehículos. Incluso los llevan sobre la moto, como el que he visto, y oído, por el pueblo esta mañana, al que he sacado una foto caminando junto a la motocicleta y un corto vídeo para tomar el sonido.
Ignoro si alguna vecina o algún vecino le habrán dado trabajo, pero en el rato que lo he visto, recorriendo un corto trayecto por una de las calles, nadie le ha salido al encuentro con cuchillos o tijeras para afilar. Y esto es debido a que ya no se afilan objetos cortantes, pues resulta más caro hacerlo que comprar uno nuevo.


1ª Foto propia; la siguiente: pintura "El afilador", de Alexandre Gabriel Decamps, Museo del Louvre

La fabricación de objetos importados, sobre todo chinos, y que el corte lo garantizan hasta por 200 años –total, una exageración-, vendidos aquí bastante más baratos que los de fabricación nacional, hace innecesario afilarlos y por tanto innecesarios los servicios del afilador.
Antiguamente, recorrían nuestros caminos, primitivas carreteras y calles de las poblaciones, hiciera frío o calor, e incluso bajo la lluvia, empujando un caballete de cuatro patas, asiendo dos de ellas para llevar rodando aquel artilugio, del mismo modo que se empuja una carretilla. Las cuatro patas se apoyaban en el suelo, cuando tenían que hacer mover las muelas para afilar los diversos utensilios.
Para ello enganchaba una tira, normalmente de cuero, que iba desde un pedal de madera, a un “brazo” a modo de manivela, que a su vez iba acoplado al eje de la rueda de madera con aro de hierro, semejante a las de los carros de tiro. El eje iba provisto de una polea por el lado opuesto al de la manivela, a la que se conectaba una correa que movía la polea que, junto a las muelas, estaba acoplada a un mismo eje en la parte superior del caballete.
El afilador accionaba con el piel el gran pedal de madera y las ruedas de esmeril comenzaban a dar vueltas rápidas, debido a un multiplicador natural, a base de poleas grandes y pequeñas, que era la técnica aplicada a aquellos veteranos artilugios, hoy viejos y en desuso, pero no olvidados al menos para algunos, como yo por ejemplo.
Una vez se ponía a afilar el objeto que fuere, comenzaban a salir chispas disparadas en dirección al sentido de la marcha de giro de las piedras de esmeril, que solía ser el opuesto al del afilador. Entonces los chavales aprovechábamos para pasar corriendo de un lado a otro, atravesando aquella lluvia de estrellas, con las que nos obsequiaba el buen hombre, pues parecía que hacía aquello para regocijo de la chiquillería.
Afilaban toda clase de objetos que tuvieran que tener buen corte. Estos eran tanto de cocina, de costurero e incluso de sastrería, pues en aquellos tiempos se les daba a afilar a estos hombres todo tipo de cuchillería y tijeras. Así como los carniceros, pescaderos, matarifes y podadores, también les confiaban sus herramientas de trabajo.
En cualquier parte se sabía que el afilador estaba cerca. Su clásica melodía se oía hasta en los trayectos de trasladarse de un pueblo a otro, donde no se veía edificación alguna a uno u otro lado del camino. Quizás fuese para que le oyeran desde algún caserío, relativamente lejano o cercano, ya que aquél sonido se extendía por todas partes con facilidad. También es cierto, que aunque “no estuviesen trabajando”, la flauta la tocaban de todas formas. No sé si por distracción, o por “deformación profesional” que se dice.


Fotos tomadas de la web

Algunos eran verdaderos maestros afilando cortes desgastados, e incluso haciendo sonar el chiflo. Y es que, aunque el “sonido del afilador” sea común a todos ellos, no hacían sonar todos de igual manera el instrumento musical. Algunos soportaban una nota durante largo rato, demostrando los “buenos pulmones” que tenían; otros “las bordaban”, al decir de ellos mismos sobre otro “compadre”, e incluso así lo comentaba la gente. Diríase que algunos “la tocaban floreada”.
Tal era el estilo de cada cual de ellos, que en ciertos lugares ya se sabía si el afilador era fulanito o menganito. Y es que estos trabajadores andantes, también tenían su competencia, pues trabajo había de sobra en el gremio, como para que en alguna localidad coincidiesen dos, e incluso más, sobre todo en las más grandes y por tanto con más habitantes.
Recuerdo que por la Estación, el barrio donde vivíamos cuando yo era un chavalín, iban varios afiladores, pero mi madre le daba los cuchillos y tijeras para afilar siempre al mismo. Antes de llegar a casa, oíamos la flauta según hacía el recorrido por la Colonia de las Minas.
Este hombre tenía un chiflo confeccionado por él mismo, como así nos decía. Tenía la forma característica, para adaptarlo bien a la palma de la mano, tallada una figura en la punta y era muy brillante. Decía que era debido al “manoseo que la daba”, pues no la aplicaba nada, ya que la madera estaba bien curada y así la mantenía en buen estado. “Es de fabricación casera”, decía.
La colonia quedaba por frente a mi casa, al otro lado de los campos por los que jugábamos a “indios y vaqueros” o a “romanos y españoles” -en donde todos querían ser “Toro Sentado” (“Sitimbul” para nosotros) o “Viriato”-, los pocos chavales que vivíamos por allí todo el año, pues los veraneantes jugaban a su aire la mayoría de las veces. Pocas se “juntaban” con nosotros, a no ser que quisieran formar dos equipos para jugar al fútbol. Si les faltaban jugadores, cosa que por lo normal sucedía, entonces sí querían que jugásemos con ellos.
A las pocas horas, bien por la mañana, bien por la tarde, aparecía subiendo la cuesta de “los Ulecia”, llamada así, porque todo su recorrido transcurría junto a la verja de la finca, donde la familia del doctor tenía varios chalets, haciendo sonar el chiflo sin parar.
Llegaba a la explanada de delante de casa y ya le estábamos esperando con varios cuchillos y las “tijeras de coser” de mi madre, para que las afilase. Algunas veces mi padre dejaba a mano el hacha o las tijeras de podar, para que también se las afilase. Las monjas también salían del convento por la puerta que daba al Pº de la Concepción, que es el que mediaba entre su vivienda y la nuestra, con varios utensilios para que los afilase también.
Tanto ellas como mi madre, y al poco nosotros, mis hermanos y yo, también conocíamos el “tocar” del afilador, al que daban sus objetos para afilar, por eso el estar esperándole a la puerta de casa. En verano, hasta las criadas de los señores de Villa Sara, que es donde nosotros vivíamos como guardeses, salían a “recibir” al afilador y si no salían, mi madre nos mandaba a avisarlas: “ –Andar, llamar a “la Leo”, porque tendrá algo que afilar”.
Cuando vivía doña Sara -no llegué a conocer a su marido-, “Leo”, o sea Leonor, que era la criada fija, cocinera, ecónoma, y ama de llaves incluso, pues llevaba muchos años sirviendo a la señora y familia, salía a esperarlo -si es que había oído con tiempo la flauta- con los utensilios en el delantal y le esperaba sentada en uno de los poyos de cemento que había a cada lado de la puerta de mi casa.
Leonor era una mujer menuda, bajita, de cierta delgadez, aunque no extrema, con el pelo muy canoso, simpática y cariñosa. Usaba gafas “de pasta” con montura de carey y cojeaba al andar. Aunque no era cojera propiamente dicha, pues sus andares eran más parecidos a los que tienen pies planos. Su media cojera podría definirla así: pisaba con la parte exterior de los talones y con los pies abiertos, pues padecía de juanetes.
Unos juanetes grandísimos que la deformaban los pies, como se veía claramente a través de los abultamientos del paño de sus zapatillas negras, que era el calzado que usaba siempre, pues según ella era el único que soportaban sus delicados pies. Los cuales vi desnudos en más de una ocasión –la gente mayor se descalzaba delante de cualquiera sin pudor- y puedo asegurar que daba pena ver los dedos deformados y montados unos en otros, con raras formas, como si fuesen los incipientes comienzos de unas trenzas, solo que en vez de ser de pelos estas eran de dedos.

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Mi abuela, madre y hermano, en la entrada y los poyos de mi casa; mi padre de vaquero y declamando poesías propias

Mi padre también tenía deformados los dedos y los pies –además de las manos-, incluso inflamados, a consecuencia de “su reuma”, de tal forma que las botas y los zapatos los llevaba “con rajas”. Al menos él “soportaba” –es un decir- los zapatos, pero cuando se compraba un par nuevo, en cuanto llegaba a casa con ellos, les practicaba unos cortes con la cuchilla de zapatero que tenía, allí donde le iba a hacer presión el cuero sobre sus juanetes; esto es, a los lados y en la parte superior, ya que algunos dedos los tenía montados, y sobre todos, sobresalía el gordo de uno de los pies, que ya no recuerdo si era el izquierdo o el derecho.
Decía mi padre, que era debido a “la humedad que había cogido en el cuerpo”, por estar con los pies casi siempre dentro del agua, cuando regaba las huertas, pues había sido hortelano en su juventud, lo mismo que vaquero y pastor siendo un chaval, pues era “hombre de campo”. Había nacido en el campo, junto al ganado, las tierras de labor y las huertas, y se había criado en una “casa de labor”, donde tuvo que hacer de todo.
Hasta fue carretero. Por aquella época, “bajaba” a Madrid con un carro tirado por dos mulas. En él llevaba las berzas (hortalizas) y la leche ordeñada de madrugada a las vacas, al mercado de la capital y a la casa de “los amos”. De noche salía de Pozuelo, y aun de noche bajaba por la Cuesta de las Perdices, despuntando el día cuando entraba en Madrid.
Almorzaba algunas veces en casa de los dueños de la finca y otras volvía a tiempo de hacerlo en su casa, o la “casa de labor”, que era la de todos los empleados, o jornaleros que se decía entonces.
Dormía en la vaquería, junto a las vacas, los días que le tocaba esa tarea, y a las tres de la madrugada ya estaba despierto y en pie, preparado para el ordeño. Esta costumbre, la de levantarse a las tres, no la perdió en su vida.
Aun siendo mayor, estando ya jubilado, seguía levantándose a esa hora. Si había sobrado sopa, se servía un plato y escalfaba en ella un huevo; si no había sobras, se hacía unas sopas de ajo con huevo incluido; o bien se hacía unas patatas fritas, a veces las acompañaba con un huevo frito, se lo comía y se volvía a la cama. Dormía un rato más, y a las cinco y media o las seis, dependiendo de lo lejos que tuviera que ir a trabajar, ya siendo albañil, se levantaba por segunda vez en la misma noche.

Adrián Martín Alonso
(AdriPozuelo)
Sacedón, Guadalajara
11 de junio de 2013