miércoles, 18 de julio de 2012



De la Virgen del Carmen la fiesta:
gigantes, cabezudos, pólvora,
con tiovivo, noria y la ola,
dieciséis de Julio es la fecha
que marca indeleble le queda
grabada entre ceja y ceja;
mas, aunque pareciere queja,
no es tal, pero por poder, pueda,
pues es mal recuerdo que deja
lo que escrito al final queda.

Con seis años, -ha ya cincuenta-,
no pudo disfrutar aquel niño,
pues requiere del seso tino
-del cual les faltaba un poquiño-,
por beber, y más de cuenta,
pues al darle de beber vino,
cogió cogorza él, mas sin tino,
pues culpa fue de mala gente,
y no por dar agua de la fuente ,
que fue birra, tinto y albo vino.

Tonto, para reír asaz hizo:
maullar, ladrar y cacarear,
a más de una soez que dijo,
mas esto, a él nadie le cuenta,
pues hasta ahí su recordar,
aunque al parecer hay más,
según el encargado dijo,
como llorar, dormir y vomitar,
en veces que se perdió la cuenta,
al resguardarlo en cobertizo.

Como el Sol en Julio aprieta,
y beodo más de la cuenta,
le llevó en brazos acá y allá
por ver si consigue espabilar,
pues el atardecer se acerca.

¡Ay! ¿Cómo la madre lo ha de tomar?
Para almorzar fue el permiso
y no para emborrachar al hijo
con cogorza de este estilo,
por darle a beber vino
y no agua del botijo;
mejor cosa será el inventar
-y cualquier pretexto valdrá-,
pues a las seis se deja la obra,
y la bronca les echará fijo.

¡Vaya! mal les salió la broma,
pues las fiestas se las perderán,
con gigantes y cabezudos,
la madre con enfado y pesar,
con rabia y malestar los hijos,
pues los obreros sin ver el mal,
óbito pudiéronle provocar,
según el doctor don Julio dijo,
ya que al punto estuvo a entrar
en profundo coma etílico.

Tú, mayor, no has de dar
de beber a un niño vino,
ni siquiera a probar,
cerveza, tintorro o albillo,
pues lo suyo es jugar,
divertirse, que está en edad
de correr e ir detrás
de gigantes y cabezudos.



Adrián Martín Alonso
(AdriPozuelo)
Villamanta, Madrid
16Julio de 2007














La merienda

Era una tarde cualquiera de la década de los cincuenta, donde el año no importa, ni cuenta, aun para el caso que fuera, en que unos cuantos chavales, cinco, cuatro hermanos y un amigo por más señas, tras dejar las tareas cabales, deciden, como hacían algunas tardes, irse al barranco a jugar y también de merienda.

Preparan sus canteros de pan, quitándoles la miga, rociando por dentro de aceite, tomate, pimentón y sal, rica merienda se adivina, siendo que el aceite, además, es puro y virgen de oliva.

En sendas botellas de cristal ya que cantimploras no gastan, echan agua fresca del pozo; envuelven los bocatas en papel de estraza, y con alborozo, con mucho entusiasmo y gozo, meten todo en la talega, ya que el sueldo del padre para mochilas no llega.

Carga uno de ellos al hombro el talego, saliendo de casa luego, andando hacia la retama que hay al comienzo del campo, ya que esconden entre sus ramas las flechas y los arcos, pues debajo de la cama esconderlos no es caso, porque su madre al limpiar, con el preciado arsenal en ocasiones ha dado, se los hace añicos la mujer y se quedan desarmados.

Estos últimos que han hecho -me refiero a los arcos-, son buenos pues de fresno los han montado. Aunque las flechas también lo son, ya que el palo es recto y de cardo, lo que las hace ligeras y certeras como un dardo, añadiéndoles en la punta una piedra y alambre enrollado, quedando así completas, cual ligero venablo armado.

Al llegar al barranco, por el arroyo de Las Cárcavas formado, ven que hay cuatro chavales por sus aledaños jugando. Gritando suben la ladera y entre juncos y retamas bajan vociferando, dando trompicones con las piedras, a los matojos esquivando y junto al borde del arroyo, casi junto a las zarzas, frenando. ¡Estos están como regaderas! Comentan los recién llegados, en lo que a ellos se acercan.

¿De dónde sois? –preguntan los allí hallados- De aquí, ¿y vosotros? –contestan y preguntan a su vez los recién llegados-. De Madrid; hemos venido a casa de unos tíos y aquí..., estamos, jugando, a los indios. Pues a lo mismo nosotros hemos venido..., y a merendar, ya que estamos. Pues nosotros también. Y las presentaciones dejaron.

Tras un corto espacio de deliberaciones y un intercambio de ideas, deciden jugar todos juntos, dejando entre los juncos, y escondidas, todas las meriendas.

¿Qué tenéis en el pan? -quieren saber los madrileños-. Aceite, tomate, pimentón y sal. ¿Y vosotros? -contestan los pozueleños-. Mortadela, chorizo y patas fritas a la inglesa. ¡Pero no os vamos a dar! –dicen con recochineo los forasteros-. ¡Pues bueno! –cortan los otros-.

¿Y de beber qué tenéis? ¡Agua fresca del pozo, que hemos tenido que sacar nosotros! Pues nosotros tenemos naranjada, que no hemos tenido que comprar y en mi casa tenemos más, que compra mi papá.

Los del agua se miraron y sonrieron, sabiendo lo que todos ellos pensaban, que no era otra cosa que en cuanto se descuidaran, los cursis sin merienda se quedaban.
Se decide jugar al escondite, pues así lo decide la mayoría; cinco contra cuatro, los cuales querían seguir jugando a los indios y que los otros les dejasen los arcos y las flechas, pues ellos usaban lanzas, y mal hechas.

Echan a suerte de piedra en mano cerrada, cuál será el que la liga, siendo a uno de los hermanos al que le toca la cuenta. ¡No vale esconderse tras estas zarzas, ni por aquí cerca –dice el contador-, ni a mi alrededor!

Se colocó frente a las zarzas, ya que para hacerlo ante una pared, tendría que ser, al otro lado del arroyo y con los pies dentro del agua. Se tapó los ojos con las manos -¡Pero sin mirar he! Le avisaron- y contó hasta noventa.

En lo que sus hermanos, entre los juncos cercanos se quedaban, los cuatreros –ya que cuatro eran- se van lejos, al no poder quedarse cerca.

Terminada la cuenta y la coletilla de: el que no se haya escondido que se esconda, que allá voy, salió en busca de los escondidos. Y claro, como era normal que sucediera, pues así tenía que suceder, los tres hermanos y el amigo se fueron salvando, y uno a uno le fueron chivando al de la liga, que los cursis se habían escondido lejos; ladera arriba.

Se dirigen los cinco hacia el escondrijo donde escondieron la merienda y abren de los otros la mochila, descubriendo dos cantimploras con naranjada y cuatro bocatas: dos de chorizo, dos de mortadela y dos bolsas de patatas; pero fritas. ¡Ah, y a la inglesa! Donde además de la marca, leíase una singular coletilla, haciéndole a los chicos tanta gracia, que se desternillaron de risa.

En las bolsas leyeron: “patatíbiris fritíbiris”, a lo que el más avispado añadió: para los “chiquíbiris de pozuelíbiris”. Y es que esto les vino al pelo, no fue para menos la cosa, pues bien que les dieron el camelo, al decirles que se escondan.

Tras vaciar la mochila, salieron de allí por piernas, en lo que la otra cuadrilla escondida por allí seguía; lejos, dónde no se sabía, pero sí ladera arriba.

Saltando por entre los juncos el quinteto corría, al tiempo que a voz en grito y al unísono decían: “patatíbiris fritíbiris para los chiquíbiris de pozuelíbiris”. Una y otra vez la letanía recién aprendida así repetían y sin volver la vista atrás. Aunque les hubiese de gustar, el ver la cara que ponían, los dueños de la mochila, al encontrarla entre los juncos y por demás, vacía.



Adrián Martín Alonso (AdriPozuelo)
Sacedón, Guadalajara
12 de junio de 2012


jueves, 3 de mayo de 2012

Carta abierta al "Silencio"

Hay un dicho que dice: "¿Qué culpa tiene el tomate, que estando tranquilo en su mata, llega el hortelano y en arrancándole lo mata?".
Pues esto es lo que me ha pasado a mí, más o menos, pues ya tenía olvidado cierto percance y a ciertas personas que tuvieron mucho que ver en él, o mucho que influyeron aunque les pese o no les guste que se lo digan. Y estas personas son tan ciertas como que son los que ahora quieren interesarse por mí como su hermano, siendo además, los que han venido a "arrancar el tomate". Los que han venido a decirme que lo que escribí en su momento en la entrada que titulo "Silencio", es mentira y que el ladrón he sido yo.

Esto, como es normal, es su punto de vista, egoísta, pero suyo al fin y al cabo. Sobre todo, siendo que al creer que actué robándole a mi madre, es porque los que piensan así, que yo sé que no son todos, al menos eso creo y quisiera que fuere así, son los que en verdad lo hicieron y si no se llevaron más es porque no pudieron, o no quisieron, o entre unos y otros no se dejaron. Sé de cosas que tenía mi madre en su casa y que algunas eran mías, que cuando estuve revisando carpetas de fotos y papeles, después de su entierro, allí no estaban.

Otro dicho dice así: "Cree el ladrón, que todos son de su condición". Sobre todo uno de ellos, o de ellas, porque quizás haya sido una de las "preciosidades" de mis cuñadas, las que decían a su suegra que contase con sus hijos también, a la hora del "reparto" -como si la abuela hubiese ido a dejar la herencia a tan solo unos nietos (a mis hijos) y a los suyos no-, o la/s que querían llevarla a una residencia que ella no quería pisar ni aunque estuviese muriéndose, como así se lo hacía saber cada vez que la hablaban de tema tan fastidioso para ella; de tal forma, que se ponía "mala", enferma cada vez que se iban de su casa y tras haberla soltado la cantinela de marras.

Pues como venía a decir, sobre todo la/el que ha venido a dejar un ruin y rastrero comentario sin dar la cara, escudándose en un "ANÓNIMO". Al menos uno de ellos ha tenido la "gallardía" de decírmelo directamente en un e-mail y, por supuesto, dando su nombre. Que no es que lo haya hecho para darme la razón, porque piensa lo mismo que la/el otra/o, sino porque no estaba de acuerdo con lo escrito y aun cree, tanto él como los otros, que es mentira.

Yo sé, y lo sabía cuando lo escribí, porque me figuraba que alguno, si no todos, lo leerían tarde o temprano, al igual que esto, que no estarían de acuerdo con mi opinión y que les sentaría mal leer eso que decía de ellos, que aunque escueza, porque siempre es así, es la verdad. Y ellos lo saben, pero "puestos a pachas" no lo reconocen.

Si no fue por dinero, a ver por qué fue, si aun no me han devuelto lo que me pertenecía del reparto "sui géneris" que hicieron sin contar conmigo y habiéndose puesto de acuerdo a mis espaldas para ir contra mí.
Yo también expuse en mi momento mi punto de vista y mi opinión, lo mismo que ahora, y si no están de acuerdo, que no lo estarán, me da igual pues ya que me han llamado sinvergüenza, les digo que sí, que tienen razón, pues lo escribo sin vergüenza alguna.

Por el contrario, a ellos parece que sí que les da vergüenza leerlo. Y no sé por qué -aunque el trasfondo sí que lo sé-, porque si lo lee algún extraño, lo más seguro es que no sepa quienes somos y esto lo vean como otra desavenencia más de familia, y además por lo de siempre, por el dinero.

¿Le pagaron a su madre el dinero que le debían algunos, de "créditos" que les hacía? A mí ella me dijo que no, y así lo reconoció hablando conmigo uno de ellos. ¿La atendieron como se merecía, ya que era su madre y necesitaba más atención que la que la dieron? ¿Atendieron a su hermano cuando lo necesitaba, y que de él era el dinero que iba a recibir, y que recibieron ellos, como indemnización por haber muerto a consecuencia del "Síndrome de la colza? ¿Hicieron las tramitaciones necesarias para poder cobrarla?

No. Ni lo uno ni lo otro, que lo hice yo todo. Y si "me la llevé" (según expresión literal de una de mis cuñadas) cerca de mí, fue por eso, porque estuviese atendida, ya que me tenía que desplazar al pueblo donde vivía anteriormente para llevarla al hospital, pues no sé por qué causa -ya que no me lo quiso decir mi madre-, tendría que haber ido sola a ciertas consultas, cuando antes la acompañaba alguna de sus nueras.

Cuando aun vivía en Pozuelo y mi hermano con ella, me tenía que desplazar yo desde Móstoles, que es donde vivía entonces, para llevarlo a urgencias al hospital Puerta de Hiero en Madrid, porque ellos no querían saber nada de él, así como a las revisiones periódicas a las que tenía que acudir al Gregorio Marañón, que de no llevarlo yo, hubiese faltado a ellas y no hubiera tenido el cómputo suficiente de controles como para haber recibido la indemnización.

Que por cierto, fue de 18 millones de pesetas (aunque cuando la cobraron ya fueron 108.000€), cantidad que ellos ni sabían, ni se figuraban que fuese a recibir su madre, por la muerte de uno de sus hijos y que no pensaba darles cuenta de ella. De lo que se arrepintió y se lo dijo, y ahí fue nada la que se prepararon.
Ninguno de ellos quería llevarle al hospital, como tampoco querían visitar a su madre -estando el hijo enfermo en casa- y menos en compañía de sus hijos y sus mujeres, quizás por miedo al contagio, por no decir por otra cosa peor, o más vergonzosa, como para sentir eso por un hermano, que en ellas lo entiendo porque era su cuñado, que para el sentir de ellas es como si no hubiera parentesco.

Incluso en una ocasión fueron a su casa a pegarle, no recuerdo por qué causa -aunque para llevarle a algún sitio que necesitase no fue-, cosa que a su madre le dolió bastante, porque, aunque fuese un "bala perdida", era su hijo y para una madre "un hijo es un hijo", como se suele decir, pero que bien cierto es.
Por el contrario, en algunas "situaciones" o casos, para un hijo una madre "no es una madre", es como si fuese "una señora" que nos maltrató cuando éramos niños. Nos olvidamos que nos ha parido, sobre todo si somos "interesados" y no la sentimos como tal, o la guardamos rencor porque "no nos trató bien".

Me dijo mi madre en una ocasión, aunque me lo refirió varias veces más posteriormente, que mi padre la había dicho, que la había advertido, que del único que podía esperar ayuda en un momento dado era de mí, que de los otros no esperase nada, aunque era a los que más había ayudado, monetariamente se entiende. Tal les vería mi padre para decir de ellos eso. "Bien calados que los tenía", decía mi madre.
Yo tengo la conciencia tranquila con respecto al comportamiento con mi madre -a pesar de lo que hemos "cobrado" cuando éramos chavales- y sobre todo por lo que hice en los últimos momentos; desde que tuvo el accidente hasta que la dejé en manos de los médicos en el hospital, pues en las circunstancias que estaba ya no podía hacer nada por ella.


El pesar que tengo, es que no vi cómo estaba, o no creí que fuese a estar tan mal, esos días antes al fatídico accidente, y eso que todas las mañanas pasaba por su casa para hacerla la compra, además de para hacerla compañía un rato, como así hacía también muchas tardes, ya que apenas vivíamos a 200 metros de distancia.
Que descanse en paz, que descansen los dos, e incluso los tres pues están enterrados junto a mi padre y que me dejen en paz a mí también, como lo he estado hasta hace unos días, pues ya me había olvidado y no quería reavivar resquemores ni sinsabores, ni volver a recaer por reavivar viejas rencillas.

viernes, 10 de febrero de 2012

Estación del Norte o del Príncipe Pío (década de los 50)

Al bajar del tren te recibía el bullicio soberano de una estación central de ferrocarriles: sonidos de locomotoras, sus olores y sus humos, los que casi se masticaban, ruidos estridentes; voces; todo ello muy natural en una estación principal.

El trajín que allí había era frenético. Los mozos de cuerda –aún se les seguía llamando así, aunque ya no se valían del utensilio que les daba nombre-, con sus guardapolvos azules, estrechos por arriba y anchos, muy anchos, por abajo, con su gorra negra de visera, unos, otros con boina, corrían en todas direcciones.

Estos hombres me recordaban a los mieleros de La Alcarria que pasaban por delante de casa, con dos barriletes de madera llenos de miel y el cazo para servirla, sobresaliendo por un orificio de la tapadera, metidos ambos en una alforja de tela gris, colgada de un hombro, y una cesta de mimbre colgada del brazo opuesto, donde llevaban quesos manchegos. Tras apearse del tren por la mañana, callejeaban por el pueblo hasta el atardecer con su pregonar: “-¡¡Ha llegado el mielero!! ¡Miel de la Alcarria! ¡Buena miel y queso manchego!”

Todos los mozos llevaban un carrito de mano, con dos ruedas muy pequeñas, para trasportar las maletas de los viajeros. Unos los llevaban vacíos, otros llenos o con alguna maleta, circulando éstos en dirección contraria a los otros por los atestados andenes.

Los primeros corrían hacia los trenes sorteando a los que íbamos por los andenes, unos indolentes, otros muy apresurados. ¡¡Que voy, que voy!! ¡¡Paso, paso!! Gritaban, avisándote para no ser arrollado. También había unos trenecillos eléctricos con varias vagonetas de plataforma, rodando sobre cuatro ruedas de goma cada uno, conducidos por un hombre que, puesto de pie sobre una pequeña plataforma, iba mirando al frente.

Unos iban a recoger equipajes y otros se cruzaban ya con las plataformas repletas de maletas, sacos, cajas de madera y de cartón, y bultos envueltos en arpillera, cosidas con cuerdas. Tanto los de a pie, como los de los vehículos, hacían carreras por ver quién llegaba el primero a "llenar". Menos el del correo, pues ese tenía la carga asegurada, al igual que las habichuelas.

Corrían hacia los trenes de largo recorrido que llegaban del Norte; nombre propio de la estación, o del Príncipe Pío, por encontrarse en la parte baja de la antigua montaña homónima, que aunque llamada así desde tiempo inmemorial, no pasaba de ser una loma, donde en su meseta quedaban las ruinas del antiguo Cuartel de La Montaña, testigo de excepción de la historia bélica de Madrid, con ocasión de fechas tan señaladas como la del 1808 y la de 1936.

Como pude comprobar en sucesivos viajes, allí –en la estación- confluían los que venían de Santander, El Ferrol, La Coruña, Lugo, Ponferrada, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Burgos, Palencia, Ávila, Segovia, Bilbao, Vizcaya, Vitoria, Irún, Hendaya y otros destinos que no recuerdo, y los especiales como el de Las Rías Altas y Las Rías Bajas, el Talgo, el TAF y el CAF. Estos tres eran los más rápidos, los “ave” de entonces, siendo el primero de invento español –de Oriol- y los dos últimos procedentes de la FIAT de Italia.

El segundo grupo de carretilleros, con sus carritos ya llenos de equipajes y bultos varios, y caminar más lento, se dirigían al despacho de facturación de equipajes o a la parada de taxis, que momentos antes habíase quedado al completo, pues acudían en masa avisados por la emisora de radio que transmitía la llegada de los trenes.

Dentro del recinto de aparcamiento, desde la entrada y junto a la valla, formaban dos filas que bordeaba el interior de éste, terminando ante las puertas de salida de viajeros de la estación. También continuaban por el exterior, pegados al bordillo de la acera que subía hacia la Cuesta y Paseo de San Vicente, una, y la otra, alineados junto al bordillo que quedaba por frente a la estación -junto la acera de la izquierda del paseo-, siendo su frontal hacia la plaza y la retaguardia extendida en dirección a San Antonio de la Florida, nombre que también tomaba el susodicho paseo.

Llegaban a formarse dos filas considerables, alternándose los vehículos de una y otra para entrar a recoger viajeros -cargar, como ellos decían-, según iban saliendo otros ya alquilados. Semejaban a largas hileras de “procesionarias”, ya que quedaban parados muy cerca unos de otros, de tal forma, que parecía que estaban pegadas las delanteras con las zagas.

Al ir pintados de negro y llevar por la parte superior de las aletas, y a ambos lados, una franja roja que iba horizontalmente desde los faros hasta los pilotos traseros, más los destellos y movimientos que se reflejaban en sus superficies, pues el coche lo llevaban limpísimo, al menos por fuera, se hacía más patente la ilusión óptica que los semejaba a dichos gusanos.

Otros viajeros, o pasajeros, bajaban del tren y continuaban por el andén haciendo lo mismo que venían haciendo en sus asientos dentro del vagón; seguir imbuidos en la lectura. Los viajeros leíamos de todo durante el viaje: periódicos, novelas, revistas o libros y así continuábamos algunos por el andén, al encaminarnos a la salida.

Unos nos dirigíamos hacia la parada del metro en el interior de la estación, o bien a la del exterior, sita en el aparcamiento, así como a las de fuera del recinto que quedaban sobre las aceras del paseo, según las preferencias o manías de cada cual. Había quienes decían que, en tal entrada había menos cola en taquillas que en otras. La verdad es que según horas punta, había cola en todas y si no era hora punta, no había espera en cualquiera de ellas, por tanto: ¿no eran manías aquello?

Otros se dirigían a las paradas de autobuses, en el paseo, incluso alguno que otro a tomar un taxi, ya que si lo tomaban dentro pagaban un recargo por el canon de estaciones y aeropuertos que se sumaba a la bajada de bandera.

La mayoría de los lectores íbamos andando sin despegar la vista de la lectura y al igual que los mozos, sorteábamos a los peatones en dirección contraria; adelantábamos, o rebasábamos, a otros que caminaban en nuestra misma dirección, con indolente caminar más acusado que el nuestro; esquivábamos columnas y carritos, e incluso, bajando las escaleras del metro y más allá, seguíamos enfrascados en la lectura. Sí; en el metro; a su salida; cruzando calles y plazas... No sé de otros, pero mi más allá solía ser hasta la entrada del trabajo.

Entre todo este devenir de carritos, trenecillos, peatones y viajeros, desde que se bajaba del tren hasta llegar a la salida, había todo un mercadillo ambulante. Y entre todos ellos, también podíamos ver alguna figura que, taciturna, quedaba en algún andén, con “sus bultos” en el suelo, pegados a sus pies y sentada sobre alguna de sus maletas, en actitud de fastidio, quizás por no haber sido recibida por quien esperaba; aquél familiar o allegado que te abraza, te besa, o te come a besos, hasta la asfixia, apenas desciendes del tren.

Nos encontrábamos con los vendedores de cigarrillos y golosinas, llevando una cesta colgada al cuello, rebosante de mercancía. Éstos incluso subían a los trenes en marcha, antes de su parada final, disputándose la primera venta, como subían a los coches de largo recorrido antes de partir.
También estaban los que con sus quiosquillos móviles –carritos de dos o cuatro ruedas-, te vendían prensa diaria, revistas y golosinas, más otros que vendían mecheros y piedras para los mismos.
También encontrábamos por aquellos andenes, al igual que por cualquier calle o lugar de Madrid, al que arrastrándose sobre una especie de alfombra de goma, o de cualquier otro material -la cual llevaba atada a la cintura pues le faltaban las piernas-, pedía limosna y vendía coplas, o coplillas, y cancioneros.

Dos de estos inválidos –de guerra según rezaba el cartelito que lucían sobre el pecho, junto a alguna medalla al valor-, los domingos y días de fiesta por la tarde iban a venderlas a Pozuelo de Alarcón, por las inmediaciones de la estación y de los bailes de verano “El Pénjamo” y el “Tip-Top”.

Encontrábamos también cerca, o junto a la salida, a la ciega o ciego de la ONCE con su bastón blanco y sus "iguales para hoy". -¡Llevo “la niña bonita”! –decía una- ¡Llevo “el trece”! –contestaba el otro-. Igual los podíamos ver junto a una puerta que junto a una esquina, de la que solían ser asiduos, así como a las entradas de edificios dedicados a diversas actividades.
Inmediatamente después de quedar despejados de viajeros los andenes, eran invadidos por los empleados del servicio de limpiezas, que con sus carritos donde llevaban los baldes de madera, los cepillos con sus largos mangos, escobas y productos de limpieza, se disponían a dejar los coches impecables, dispuestos para ser ocupados por otros viajeros minutos después.


AdriPozuelo (A. M. A.)
Sacedón, Guadalajara
16 de julio de 2011

martes, 31 de enero de 2012

Sorpresa

-De acuerdo mi amor, allí estaré. En media hora más o menos llego. Contestó a su interlocutor en lo que llevando la vista hacia la pulsera de diamantes, comprobaba que en la pequeña esfera encastrada se leían las veintitrés quince, según la posición de las moradas manecillas de topacio tostado.

Colgó el auricular de sobremesa y se dirigió al dormitorio para asearse. Tenía el tiempo justo para cambiarse de ropa, peinar su larga cabellera rubia y maquillarse.
La tardanza del ascensor la desesperaba. ¿Por qué cada vez que lo llamaba estaba en el bajo? Pensaba en tanto que con su dedo pulgar seguía presionando el botón correspondiente al piso veinticinco.

Al salir a la calle, se paró a un paso del portal sobre la ancha acera, mirando a uno y otro lado de la avenida.

De nuevo la había citado en un lugar extraño. Por esta vez, tampoco tendría que salir de la ciudad, tenía que dirigirse hacia su izquierda, seguir en dirección al centro y unos cientos de metros antes de llegar a él, tenía que adentrarse en el barrio de estrechas y oscuras callejuelas, ya que la había citado en una de sus pequeñas naves dedicadas a talleres de variados oficios.

Se ajustó su blanco abrigo de piel de armiños y comenzó a caminar subiéndose el ancho cuello protegiéndose del frío de la noche que sintió al salir del portal.
Avanzó unos metros por la avenida y se adentró en el entramado de callejas oscuras, acompañada del sonsonete que producían los altos y puntiagudos tacones de sus anacarados zapatos.

A cierta altura de la tercera calle que tomaba, tuvo que bajar al asfalto pues unos metros más allá la acera estaba ocupada por unos bidones y cierta cantidad de cajones de madera allí amontonados con cierto desorden.

Cuando pasaba junto al rimero, de súbito alguien salió de detrás saltando hacia ella. No le dio tiempo a desviarse ni un ápice de su trayectoria. El agresor la abrazó con su poderoso brazo por la cintura inmovilizándola, en lo que con el otro la tapaba la boca, abortando el grito de dolor y espanto que, aun entre los dedos, pugnaba por salir.

Notó el calor de la respiración agitada de su agresor sobre la nuca y algo que no entendió la susurró al oído.

El hombre tiró de ella y la tendió en el suelo, colocándose sobre su cuerpo sin apartar la mordaza de su boca. Jadeando por el esfuerzo y por el deseo desenfrenado que sentía, la insultaba como si masticase las palabras, al tiempo que la desabrochaba el abrigo.

-Qué, ¿no te gusta, so zorra? ¡Pues te vas a enterar! Seguro que cuando termine de hacerte lo que te voy a hacer, me pides más; me suplicarás que lo haga una y otra vez, porque no serás capaz de aguantar hasta otro día sin mí.

La subió la falda y le rasgó las bragas, quedando expuesto su sexo al frío de la noche, quedando ante sus ojos tenuemente difuminado, debido a la mortecina luz que se desprendía desde la farola al otro lado de la calle. Sus muslos, cubiertos de sedosos reflejos se separaron cuando el violador hizo presión en ellos con sus rodillas, quedando semi tumbado sobre ella.

-¿No gritarás si te dejo libre la boca, verdad? Dijo su encarado, en lo que con su mano libre se desabrochaba el pantalón y se bajaba la ropa. Ella se fijó entonces en la hombría del individuo, presta a llevar a cabo la labor para la que ya estaba dispuesta, no entendiendo las soeces palabras que la dirigía, pues estaba embelesada con los ojos muy abiertos y fijos en un punto, quedando asombrada, obnubilada por un instante, sacándola de su ensimismamiento las palabras de su agresor, ya que seguía hablándola.

-Si gritas pidiendo auxilio, sabes que lo vas a pasar peor, así que te voy a dejar libre la boca para poder oír claramente tus jadeos de placer, porque, seguro que lo vas a tener. ¡Aquí está tu macho para dártelo, zorrita! ¿Verdad so puta que lo vas a disfrutar? ¿Verdad que eres una zorra y que te gusta que te lo diga? La trémula mujer le contestó con un leve movimiento afirmativo de cabeza.

Despacio la fue separando la mordaza, como despacio comenzó a deslizarse sobre el escultural cuerpo yacente de la mujer, en busca de la entrada de la gruta oculta por el bello monte, quedando postrado de rodillas ante ella y sobre el abrigo que había quedado extendido en la acera, el cual les servía de manto aislante del frío cemento.
La mujer arqueó el cuerpo hacia arriba, al sentir la calidez del ariete que llamaba a su puerta íntima, abriéndola de par en par, así como sus piernas, facilitando todo lo posible la profanación.

Al sentir el miembro cálido y eréctil rozándole sus profundidades, elevó sus caderas dando un fuerte impulso hacia arriba, facilitando que aquello que la volvía loca la abrasase, si ello fuera posible, pues su hogar ya lo había encendido el intrépido macho apenas la había asaltado.

A cada empellón de él, había otro similar de ella como respuesta. Estos se sucedieron despacio al principio y como si fuese premeditadamente comenzaron al unísono a acelerarlos.

-¡Grita de placer si quieres zorrita, que los que te puedan oír no vendrán en tu auxilio! ¡Grita, grita, grita! La conminaba él a cada movimiento de su pelvis.
-¡Calla y sigue, que se te irá la fuerza por la boca! Le respondía ella sin cesar en sus vaivenes de caderas, facilitando que llegase al final del “túnel de la gloria”, pues ya estaba próxima a llegar al séptimo cielo.

Llegaron al clímax a un mismo tiempo, apretando sus cuerpos en ese instante. Ella le rodeó la cintura con las piernas y él la abrazó fuertemente. Reposó el cuerpo sobre ella y así permanecieron unos segundos. Al poco buscó los sensuales labios de ella con su lengua y se fundieron en un largo beso.

Distendidos sus cuerpos, se separó de ella tumbándose de costado a su lado y mirándola a los ojos fijamente, la preguntó no exento de dulzura:
¿Qué te ha parecido la sorpresa de hoy, mi amor?
-Me ha encantado, como siempre, ya sabes. Le contestó y se volvió hacia él, fundiéndose los dos en un largo y amoroso beso.



AdriPozuelo A. M. A.
Sacedón, Guadalajara
23 de junio de 2011

viernes, 27 de enero de 2012

Vísperas

Pozuelo de Alarcón
Diciembre de 1957

Llegaba la Navidad. El día 22, o sea ayer, había estado escuchando el Sorteo de Navidad, así como todos los vecinos, difundido durante toda la mañana por todas las galenas y por aquellos aparatos semejantes a éstas, solo que algo más pequeños, que algunos llamaban aparatos de radio –“las arradios” del decir popular-, semejante al que había en su casa; una cajita de madera barnizada, con un “botón” a cada lado de una franja de cristal numerada, por la que se deslizaba horizontalmente hacia la izquierda y derecha una rayita roja, vertical, movida al darle vueltas a uno de los “botones” en un sentido u otro.

Los alrededores, todo el barrio, hasta los confines de éste, que eran los que él conocía mejor, se llenaba de aquella cantinela que coreaban los niños del colegio de San Ildefonso todos los años. También lo escuchaba por la capital, andando por las calles con su madre, o su abuela, cuando “bajaban” allí para visitar a familiares, próximos ya a las fiestas navideñas.

Hoy día 23, saldría con sus hermanos y amigos a pedir el aguinaldo, puerta por puerta, calle a calle y a todo el vecindario, como hacían todos los años y como así se había venido haciendo por tradición, según el decir de los mayores.

Igualmente, todos los años veía cuando les abrían las puertas, que en todas las casas –al menos no recordaba que en alguna faltase- había un belén colocado cerca. Solía estar en el recibidor, sobre un pequeño mueble al que se le despojaba de las fotos familiares, para poder instalar “el nacimiento”. Aunque también sabía –y esto por habérselo contado, ya que en algunas de aquellas casas no pasaba del zaguán- que solían instalar un belén más completo en el comedor, o hasta en habitaciones acomodadas para él, pues así guardaban el cumplimiento de rigor, requerido por tan cristiana onomástica.

Igualmente recordaba –y éstos sí los había visto y observado bien- que algunos de los pudientes vecinos colocaban otro más en sus patios y jardines, con figuras de mediano tamaño en unos y en otros algo más grandes, pero todas ellas muy bonitas y bien pintadas.

También las monjas hacían poco más o menos lo mismo en todos los conventos que él conocía, todos allí cerca, en el mismo barrio, las cuales ponían uno de piezas pequeñas a la entrada de las capillas, en uno de los rincones o en los zaguanes de los pórticos y otro en sus jardines, o en los patios, pues en algunos no los podrían haber admirado los feligreses, ya que no se podía acceder a ellos. Estos, al estar en el exterior estaban confeccionados con figuras más grandes, llegando a tenerlas alguno de tamaño casi real, pues en algún caso sobrepasaban las estaturas de un niño de diez a doce años con una estatura normal para esas edades.

En ellos incluso el río llevaba agua de verdad y no se simulaba con papel de aluminio –“papel de plata” como le decían entonces-, al que algunos, incluso, le ponían un cristal por encima, o directamente el río era un espejo literalmente, o para mejor definición, trozos del cristal azogado.

No solamente el molino funcionaba con el agua del río, en el que se veía a las lavanderas haciendo la colada, hincadas de rodillas a su vera, sino que también movía la noria que llenaba una acequia de la que se servían los hortelanos para regar la huerta, a la cual, las monjas habían colocado unas berzas –coles blancas, lombardas y lechugas-, por las que el pueblo era famoso en Madrid.

Este año, al chaval le venía rondando por la cabeza la idea de instalar él también un belén. Pero ¿dónde? En su casa no podría pues no existía el recibidor, ya que al entrar por la puerta lo que recibía era la cocina directamente y en las habitaciones no había sitio o lugar para nada más que para lo que se usaban; para dormir en las camas justas.

Por el contrario en el jardín sí que había sitio, hasta de sobra como para haber instalado no ya uno, sino hasta veinte, o más, y de considerable tamaño. Agua: había de sobra, ya que al estanque nunca le faltaba, por encontrarse junto al pozo al que el molino de viento se encargaba de sacársela, bombeándola cuando se le soltaba el freno por contrapeso, y sino, sacándola cubo a cubo. Musgo: también había mucho en el jardín, que aunque no fuese propiedad suya, o de sus padres pues vivían allí de guardeses, podría coger todo el que quisiese; si no tenía suficiente, ya que pensaba construir un gran belén, podía salir a cogerlo de los alrededores, que no buscarlo, pues había de él por todas partes y más, y mejor, en donde todo el día cubría la umbría, al no llegar los rayos solares al lugar.

Pero le faltaba lo más importante: ¿De dónde y cómo sacaría él las figuras para su belén? La idea le rondó poco tiempo por la cabeza, algo menos de un día, pues el mismo día 23, tras llegar a casa después de haber estado pidiendo el aguinaldo a los vecinos, incluidas las monjas de al lado, y tras repartir lo recaudado, siendo su parte bastante sustancial, resolvió comprar las figuras.

Pero le surgió otro problema y éste quizás era el más importante. ¿Dónde podía comprar las figuritas a esas horas de la tarde? Y además otro: ¿Tendría suficiente dinero, como para poder pagarlas él solo? Pues el pedirle a cualquiera de sus hermanos por separado, como a todos en conjunto, su contribución a tan magno proyecto –particular, de él solo- para llevarlo a buen fin, sabía que sería inútil, que sería perder el tiempo; a sus amigos ni pensarlo siquiera.

Así que según pensaba esto, según iban comiendo el postre la familia –unas mandarinas, ya que al menos en su casa sí podían permitirse este manjar- se le ocurrió recoger todas las mondas de los frutos, tanto las de él como las de los demás; todas las que había sobre la mesa.

Al verle hacer tan curiosa recolección, la madre le preguntó qué era lo que iba a hacer con tanto desperdicio, a lo que la contestó: -Una cosa que ya verás luego. Cuando la tenga hecha te la enseño.

-¿Y no se puede saber ahora? –volvía a preguntarle la madre, continuando en tono recriminatorio sin esperar respuesta- Porque no me parece bien que vayas dejando “porquerías” por ahí.

Sin esperar más, ya que estaba impaciente, y sin esperar a que pudieran retenerle, pues entonces no podría llevar a cabo la idea que acababa de ocurrírsele, salió de casa precipitadamente, bajó los escalones y dobló a su izquierda para dirigirse a la puerta del jardín. Una vez dentro, se encaminó hacia el “primer escalón bonito”, dejando sobre él la carga de mondas de mandarina.

Se quedó mirando los demasiados desconchados que poseía en sus azulejos, dudando entre poner allí “su nacimiento” o en el otro “escalón”, que estaba mucho “más sano y bonito”. Al fin se decidió por el primero, razonando que así le tapaba los desperfectos y que allí estaría más a la vista de los transeúntes que pasaran cerca del jardín, como así los tenían en los suyos la “gente pudiente”, a la vista, ya que el otro, entre los lilos que tenía delante y la altura a la que se encontraba el muro que sustentaba la verja, no dejaría que lo pudieran admirar la gente que por allí pasaba; aunque pensándolo bien, por allí no pasaba casi nadie.

El banco, o poyete, era un posadero revestido de azulejos de Talavera, construido junto a la pared trasera de su casa, entre ella y el invernadero, contra la pared que formaba parte del muro perimetral de la finca, en el cual se adosaba el respaldo. Todo él estaba forrado con baldosines y azulejos de distintos tamaños, canteado y contorneado por cenefas de azul cobalto, yendo, el tono general del banco desde este color al blanco, pasando por todas las tonalidades intermedias.

Tenía el respaldo varios dibujos muy artísticos, con motivos campestres, reproduciendo en algunos, y en relieve, damas con sombrillas y caballeros, todos de época isabelina (Isabel II de España), en actitud de paseo por la campiña unos, y otros, sentados sobre tapetes extendidos sobre las hierbas, en actitud de disfrutar de sendas meriendas, trasportadas en cestas de mimbre que reposaban junto a ellos. También se veía a unos criados con librea, que servían vinos, agua o refrescos. De fondo se veía lo que parecía un pinar.

En el asiento se reproducían dos cacerías, al parecer de zorros en una mitad y en la otra una de ciervos, con sendas jaurías o realas de perros y con varios jinetes en pos de sus presas tras de éstos, armados de escopetas con largos cañones. El frontal del asiento se componía únicamente de dibujos orlados.

El “segundo escalón bonito” –denominados así por los chicos-, se encontraba adosado a la pared exterior trasera del “hotel de los señores”, frente a los lilos que mediaban entre éste y la reja de la valla perimetral de esa zona, que junto con los muros de otras vayas y sus dos puertas, completaban el cerramiento de la finca.

Este banco era más vistoso que el primero, en cuanto que poseía más colorido, no así en lo artístico, aunque sus filigranas y orlas estaban muy bien diseñadas, delineadas y distribuidas, tanto en el centro como en los laterales de los azulejos.

Sus cenefas eran de un tono marrón claro y anaranjado, al igual que la del mosaico central del respaldo. Este representaba unos pasos del quijote, encuadrados en diez y seis azulejos a modo de aleluyas, con letanías escritas al pie de cada una, con imágenes y letras en relieve y a todo color.

Tanto el contorno del mosaico como el asiento, estaban cubiertos por orlas de varios colores y en ligero relieve apenas perceptible a la vista, siendo notable únicamente al pasar la palma de la mano sobre ellas.

El frente del asiento estaba cubierto de llamativos jarrones con vistosas flores y por orlas como las anteriores, cubriendo el espacio desde estos hasta las cenefas, aunque sin llegar a estar juntas, dejando ver entre ellas un fondo entre amarillo y ocre. Esta parte del posadero era lisa, habiendo pintado los dibujos en la loza directamente y esmaltado sobre ellos. A los lados del banco había dos poyetes cuadrados, cubiertos por molienda fina de piedra, los que servían de reposabrazos y mesas de servicio.

Tras decidirse, salió corriendo para poder acaparar todo lo que le hacía falta antes de que anocheciera, ya que a las seis de la tarde no vería lo que hacía. Recogió tablas, palitos, ramitas, piedras, cantos rodados, trozos de ladrillos, musgo y paja, así como algunas rasillas enteras, de las que tenía apiladas su padre allí cerca para, cuando pudiese, arreglar el invernadero.

Cuando tuvo todo junto al banco, tomó varias paladas de arena y cubrió el asiento con ella, extendiéndola con las manos. Montó unas tablas en forma de pesebre, atándolas con bramante que había cogido del recipiente donde su padre guardaba los útiles para el arreglo del calzado y lo colocó sobre la arena, ante el rincón formado por las paredes de la izquierda y de frente, cubriéndolo con ramitas, pajas y musgo alternativamente.

Colocó acá y allá unos trozos de rasilla, a modo de casas, a los que previamente, con sus pinturas, había dibujado unas ventanas y una puerta.

Puso sobre la arena unas rasillas de plano, a partir de cada lado del pesebre y junto a las paredes, colocando sobre ellas piedras de varios tamaños, cubriendo todo el conjunto con más arena, colocando encima, como colofón de “las montañas”, algunos trozos de musgo oscuro y fino, sobre todo tapando huecos que quedaban entre los bordes de las rasillas y las piedras.

Con el canto de la mano separó en dos zonas el suelo de arena, serpenteando entre unas casas y el pesebre, creando un ancho surco irregular, de modo que su fondo fuese el color azul claro de algunos de los azulejos, simulando el agua del cauce del “río”.

Seleccionando las piedras que había recogido en el arroyo que pasaba cerca de su casa, el de Las Cárcavas, así como cantos rodados de ladillos, redondeados e informes debido a la erosión del agua, fue apartando los que, para él tenían forma humana o podían pasar por ella, de los que la tenían de animales. A los que no les veía la similitud deseada, les veía que podían ser una mitad, complementando la otra con otras piedras, a las cuales les veía el complemento perfecto y claramente. Al igual que a las casas, las pintó usando sus pinturas de lápiz.

A las que “dio forma humana”, les dibujaba los rasgos faciales y les pintaba vestimentas. A las que “creó” como animales, les dibujó ojos, hocico, boca y rabo, pegándoles hojitas a modo de orejas y palitos a modo de cuernos a otras cuantas.
Montó unas ramas a modo de vallas de corral y las puso esquinadas al fondo del pesebre. Rellenó de paja los rincones resultantes y colocó sobre ella “una mula” en un extremo y “un buey” en el otro.

Tomando una piedra más plana que las otras, de forma rectangular, bordes redondeados, plana en una cara y cóncava en otra, la pintó de ocre y la dibujó cuatro patas. La colocó en el medio del pesebre y puso sobre ella unas pajitas. Cogió una “figurita” que semejaba un niño sonrosadito, por su pintura, y la colocó sobre “la cuna”. Tomó dos figuras, una femenina en actitud orante y otra masculina y barbuda con un cayado pintado en una mano y los colocó a ambos lados de la cuna, quedándose mirando, un momento, la composición de la familia compuesta por “su Virgen María, su San José y su Niño Jesús”.

Colocó unas “lavanderas” a la vera del río y “unos pastorcillos con sus ovejitas” esparcidas por la campiña. Montó un puente con una tabla y palitos atados entre sí y lo colocó sobre el río, dejando sobre él “un Rey Mago” montado en “un camello”, colocando los otros dos “Reyes Magos” próximos al primero y en actitud de seguirle, montados en “sendos camellos” de cantos rodados, muy apropiados para ese cometido y ocasión.

De unas ramitas de lilo confeccionó unos diminutos “árboles”, pinchando, en las puntas de las ramitas más finas, trozos de cáscara de mandarina simulando estos frutos. También esparció menudencias, que había hecho de las mondas, por algunas partes de “las montañas”, entre el musgo que había dejado sobre ellas y por el que estaba a rodales sobre la arena –semejando la campiña donde pastaba el rebaño-, y sobre las piedras que había colocado aquí y allí a libre albedrío.

Tras ciertos retoques y recolocación de figuritas, confeccionó un cometa con cartón y lo recubrió con papel aluminio, colocándolo después sobre el tejado del pesebre, apoyando sus extremos en las paredes del rincón. Ya tenía “Estrella de Belén” su “nacimiento”.

Dio unos pasos hacia atrás y se quedó contemplando su obra unos instantes, quedando satisfecho con su trabajo.

Se fue a casa ya anocheciendo, a decir a su madre y hermanos lo que había hecho, a darles la buena nueva de que ellos también tenían “un nacimiento”, viendo que al llegar ya estaba su padre allí y él no se había enterado de cuando había llegado.
Tomaron la linterna que usaban cuando tenían que salir de noche al jardín y se fueron todos a ver el belén.

Al llegar frente a él se quedaron en silencio, rompiéndolo la madre para decirle que había tenido muy buena idea, al igual que la intención, aunque el resultado fuese algo confuso. Sus hermanos comenzaron a reír al oír esto, criticando lo estrafalario de los árboles, diciéndole que “un belén no tiene árboles así”.

Tampoco tiene las figuritas así –pensó él-, lo que les pasa es que tienen envidia, porque ellos no saben hacer uno.


AdriPozuelo (A. M. A.)
y Tizona
26 de diciembre de 2011
Sacedón, Guadalajara

domingo, 15 de enero de 2012

Silencio

Hace unos días que se cumplieron unos años de la muerte de mi madre; ocurrió el día ocho y el nueve de enero fue su entierro.
Al año de su muerte compuse esto y lo he dejado en varios foros, en cambio aquí, que es "mi sitio", no sabría explicar el por qué no lo hice. He de confesar, que me acuerdo de ella casi a diario y si un día no la tengo en mente, hay días en que la recuerdo varias veces por un motivo u otro.
Murió el día ocho, aunque comenzó a morirse el seis, a consecuencia de un fatídico accidente casero, motivado por el desastre mental que venía sufriendo desde hacía unos días, a consecuencia de que algunos de mis hermanos, nueras incluidas, la ponían "tarumba", según ella misma me dijo la tarde de su accidente, al preguntarla yo el por qué se había cambiado su medicación, ella misma, sin haber consultado al doctor antes.
Uno de estos hermanos míos, muy hipócrita él, al decirle yo que si no es por el accidente no se habría muerto, pues, si no lozana y sana, tan mal no estaba como para eso, me contestó: "Se ha muerto porque tenía que morirse, no te jode, a ver qué quieres con ochenta y nueve años".
Pues sencillamente, que no la hubiesen estado acosando, ¡y por dinero! y no se habría provocado la hemorragia estomacal que es por lo que "se fue". Se le habían formado tres úlceras sangrantes en el estómago, en tan solo tres días. Y en tan solo tres días después del "accidente" se murió, aunque se la operó "a tumba abierta", ya que tenía un tratamiento con Sintrón y no sirvieron de nada las suturas en el estómago ni en el vientre,ni la cantidad de bolsas de sangre que la administraron mediante transfusión.





Mi madre, en el balconcillo de la plaza de toros de Pozuelo de Alarcón, con cuatro de los cinco hijos que tenía por aquellos años sesenta. No están el mayor, que seguramente camparía en solitario ya, ni el menor de los seis que tuvo, pues aun no había nacido.






Luces, carritos, no creo,
campanillas, postales,
figuritas, trineos
carretera, roscón, portales,
caja, mareos, camellos,
coches, farolas, no veo,
velocidad, oxígeno, camillas,
electro, café, jeringuillas,
plasma, corazón, llagas,
goteo, quirófano, lo siento,
sala, susurros, antesalas,
infierno, no puedo,
batas, zuecos, mascarillas,
no llego, hematíes, agujas,
analítica, osciloscopio,
no entiendo, carreras, prisas,
despedidas, úlceras, placas,
me tumban, timbres, gritos,
sueños, termómetro, me acuesto,
giros, vueltas, fiebre, hematocrito,
no sube, vorágine, coma, fastidio,
coraje, llantos, derrota, silencio,
no duerme, fonendo, silencio,
rezos, no quedo, silencio,
papel, no veo, silencio,
juzgado, rúbricas, silencio,
noche, velar, silencio,
horas, minutos, silencio,
salida, carroza, silencio,
compaña, camino, silencio,
rectángulo, mármol, silencio.
Silencio.

AdriPozuelo (A. M. A.)
Villamanta, Madrid
8 de enero de 2008

"Autopista hacia el cielo"


El automóvil pasó como una exhalación junto al guardia civil, que con su brazo derecho en alto, ordenaba a su conductor detenerse, en lo que con el izquierdo le indicaba que lo hiciera en el arcén.

El agente se quedó lívido, cuando el retrovisor del coche le pasó a pocos centímetros de su cadera, a alta velocidad y sin intenciones de pararse.

Miró a su compañero que en ese momento, y de espaldas a él, hablaba por radio con la central. Este se volvió al oír el ruido acelerado de un motor que pasaba de largo a gran velocidad y sentir que el aire que desplazaba lo zarandeaba ligeramente.

-¿Qué ha sido eso? ¿Qué te pasa? Interrogó al primero, haciendo las dos preguntas seguidas, al tiempo que se giraba y sin dar tiempo a una respuesta, al observar la lividez y los ojos desorbitados de su compañero. Al tiempo que lo miraba a los ojos, vio sobre el hombro de éste, como un vehículo disminuía de tamaño a lo lejos en la carretera, devorando metros de asfalto de la N-320 bajo los neumáticos.

-¿No has llegado a verlos? Le preguntó el otro a su vez, a modo de respuesta.
-No. ¿A quiénes tenía que haber visto?

-A los ocupantes de aquél coche. Le respondió el otro número, señalándole el punto lejano en que se había transformado, haciéndose difuso por segundos en la distancia.
-¿Quiénes eran? O quienes son; vamos.

-No es quienes son, aunque quizás sean por poco tiempo, sino cómo iban. El caso es: ¡Que los dos ocupantes iban dormidos!


AdriPozuelo (A. M. A.)
Sacedón, Guadalajara
24 de julio de 2011

La vida al otro lado


Siento su calor en mi cara. Abro los ojos. Me deslumbra. Los cierro y vuelvo a abrir de nuevo. Me froto los párpados, los refriego con el dorso de las manos. Con las yemas de los dedos limpio la gelatinosa secreción que impregna mis pestañas . Me desperezo. Miro en rededor y tras disiparse la nebulosa azulada que impide que mis ojos puedan fijarse en algo, distingo el ocre paisaje que me rodea. ¿O es amarillo? No, ahora es verde. No. Tampoco es verde. ¿Dorado? ¿Blanco? Sí, ahora lo distingo claramente, es blanco. Blanco calcinado por el sol, tras años, siglos, milenios, o millones de años quizás, desprendiendo sus rayos candentes, lanzándolos sobre la Tierra, para calcinar el páramo, transformándolo en el inhóspito e implacable asesino desierto que se muestra a mi alrededor. No puede haber otro. Al menos igual o peor, no puede haberlo.

Aquí y allá, guijarros blancuzcos de fácil desintegración al tacto, al igual que éste que deja deslizar su arenisca entre mis dedos. Aquí y allá, hasta dónde abarca mi visión, pequeños montículos de pelados huesos. Unos, cubiertos por atirantados cueros, resecos por el calor abrasador, decorados con cornamentas carcomidas. Otros, cubiertos por semejantes cueros, negras y quebradizas sillas de montar, roídas, carcomidas por las alimañas cuando aun eran cuero crudo, así como las fundas de los fusiles que descansan sobre lo que habría sido un abultado vientre, quedando ahora entre arqueados huesos blancos. Junto a ellos, reposan en ridículas posturas, en siestas eternas, lo que quedaba de sus intrépidos, aguerridos y desventurados jinetes. Calcinados esqueletos arropados por escasos andrajos, zahones, botas y sombreros, que posiblemente y en más de alguna ocasión, protegieron de rocas hirientes unos, guijarros cortantes otras y del sol agotador los otros. Junto con los guijarros, forman el mobiliario del inhóspito paisaje que se me ofrece.

No. A mí no me pasará eso. Yo no terminaré así, ni aquí. Tengo reserva suficiente de agua y comida. Te conozco bien. Tras el espejo que me muestras en lontananza, escondes las montañas. La vegetación. La Vida. Y es la que me espera. Y hacia ella voy. ¡Nada! Nada me lo va a impedir! ¿Me oyes? ¡Nada!

Ya estoy sobre la silla de mi caballo. Miro el titilante suelo que tengo por delante. Al fondo, el horizonte me muestra sus rutilantes figuras. Edificios animados, vegetación, animales. Jinetes apocalípticos. Todo es irreal. Lo sé, no me engañas. No me harás desistir de mi empresa. Sé que detrás de toda esa filigrana está lo palpable, lo real. La Vida.

Avanzo. El carro, tirado por la mula me sigue. Bajo los férreos aros de sus ruedas van quedando harinados los guijarros que encuentran a su paso.

Tengo sed. El sol está en el cénit, en su apogeo cual rey triunfante. Demasiado calor para seguir. Demasiado calor para detenerse. La mula y los caballos deben tener sed también. Bebemos. Comemos. Cambio la silla de caballo. Monto en el de refresco. Seguimos.
El sol se oculta. Otro día más. ¿Cuántos? Hago fuego. Pregunto a mis compañeros de viaje qué tal están. No me oigo. Mi boca reseca, mi lengua arenisca esmerila mis dientes. Las palabras retumban en mi cerebro como rocas estrellándose sobre las paredes de una caverna y rodando por el suelo fuesen a parar al fondo de la sima. Los animales me han oído. Me contestan con cortos y quedos relinchos y rebuznos, en lo que se van acomodando para descansar, tras sentirse libres de su peso y tiro. Comemos y bebemos.

Nos aprestamos a dormir. Mañana he de encontrar un pozo. Sé que hay alguno cerca. Lo presiento al igual que mis compañeros. Amigos, tan solo nos queda un cuarto bidón de agua para los cuatro. Mañana he de encontrar un pozo. Mañana encontraremos el pozo.
No puedo dormirme. Tengo que dormir. Necesito dormir.

Oigo ruido. Algo viene en dirección al campamento. Alguien se acerca sigilosamente. Algún coyote hambriento quiere comer caballo esta noche. Aguzo el oído. No anda, se desliza. Un reptil. ¡O varios! ¡Al otro lado de la hoguera! La tenue luz de las bajas llamas ilumina las serpenteantes figuras. Extraigo lentamente el revólver. He tenido que vaciar el cargador en los deleznables, en los asquerosos reptiles. Repongo las balas. Monto tres hogueras más en rededor del campamento. Me tumbo, me tapo con la manta. Me duermo.

Siento su calor en mi cara. Abro los ojos. Me deslumbra. Los cierro y vuelvo a abrir de nuevo. Todo en orden. Los animales ya están parados, en pie. Comen grano de sus sacos suspendidos del cuello. Las hogueras son cuatro montones de grises cenizas. Ocho crótalos son devorados por cientos, miles, de hormigas rojas. Las observo un momento en su voraz labor. Al poco, sobre la blanquecina arena quedan unas pieles huecas, rellenas de descarnados anillos óseos. Una mancha roja se dirige hacia mis botas. Me muevo. Voy hacia los inquietos animales. Varias manchas coralinas se acercan a sus patas. Las paladas de cenizas y ascuas en rescoldo, caen sobre ellas. Unas se dispersan, en lo que otras, abrasadas y enharinadas por cenizas, quedan quietas sobre la arena.

Avanzamos. El carro, tirado por la mula me sigue. Al igual que ella, los caballos me agradecen que les salvase de la marabunta.

Caminamos sobre nuestras sombras. Tendría que parar. Tengo sed. No se debe parar aquí con este calor. Tengo mucha sed. Hay que parar. Los animales necesitan beber también. Bebemos y comemos los cuatro.

Miro en rededor. El horizonte titilea ardiente. Contra él, rodando por el rutilante y ardiente suelo, vienen varios aviones prestos a despegar. ¡Ya llegan! ¡Se me echan encima! Se borran. Miro hacia la dirección por donde hemos llegado. No hay huellas sobre la movediza arena. Las huellas de los animales, así como las del carro, se van rellenando según sacan sus cascos y las ruedas de la arena.

Nadie, ni el mejor rastreador, podrían seguirnos. Por otro lado, ¿Quién va a pensar que me he adentrado en el desierto? “Nadie, no siendo un loco, se aventuraría a adentrase en este desierto. Nadie sale vivo de él. Ni muerto. Nadie lo sacaría y nadie le daría sepultura. No le haría falta”. Yo, señor alcaide. Yo me he atrevido, me he aventurado en él, a pesar de estar harto de escucharle la machacona sentencia. Yo saldré de él, vivo.

Yo te conozco. Tú a mí también. Ya hemos estado en contacto otras veces y no me has vencido. No me has derrotado. No te has alimentado de mí.

Caminamos. Aun falta para atardecer. El pozo ha de estar cerca. Lo presiento. Los animales también lo presienten desde hace rato. Aligeran el paso. ¡Allí está! ¡Ya llegamos! Di contigo, amigo. Sabía que me esperabas.

Entre rocas y baja vegetación, veo el espejo de su superficie. Un círculo de lodo rodea el oasis. Una gran nube de zumbantes mosquitos, revolotea sobre nosotros, sobre todo el conjunto. Cadáveres de animales inflados, prestos a reventar unos, esqueléticos los otros, quedan semisumergidos en el lodo circundante.

Hago acopio de ramas secas y verdes. Enciendo varias fogatas. Sobre sus llamas dejo ramas verdes y hierba, casi asfixiando el fuego, bajo los ataques de los malditos insectos. Siento algunos picotazos en las manos y en el cuello. Atrapo unos cuantos de ellos, sobre mi mano, que sedientos de sangre ya succionaban de mis venas con su larga “hipodérmica”. El humo los ha ahuyentado de momento. Dejo libre del carro a la mula. Voy hacia el manantial cristalino de entre las rocas. Los animales me siguen, tras sacudirse de encima unos cuantos mosquitos con sus colas. Bebemos. Tranquilamente, despacio, sin ansias, llenamos nuestros estómagos, deleitándonos con el fresco liquido.

Lleno los bidones. Ya podemos continuar. En varias etapas, pocas más, y con reservas de agua, llegaremos a nuestro destino. ¿Cuál? Es lo mismo, yo lo buscaré. Yo me labraré mi destino. Llegaré a La Vida, que es la que me espera. Al otro lado de esta caldera de ardiente arena blanca me espera Ella; La Vida. Engancho la mula al carro. Tengo sueño. Ensillo el caballo de refresco. No puedo dormir ahora. Los animales están remisos a seguir. Bostezo. No podemos descansar ahora, les digo. Aun debemos continuar unas horas. El sueño me va minando el cerebro. Al menos hasta que el sol baje al horizonte, debemos continuar. Bostezo. Los animales bajan la cabeza. Patean fuertemente sobre el polvoriento suelo. Al otro lado de la nube de polvo, resaltando sobre la piel de las monturas, gruesas gotas escarlata. Otras se deslizan formando surcos en su pelaje.

El cerebro me ordena dormir. Me rebelo. Desobedezco la insistente orden. Llevo mi mano a mi dolorido cuello. Miro mis dedos ensangrentados. Arreo a mis compañeros de viaje. ¡Vamos! ¡La Vida nos espera! Me acerco al manantial. Lavo mis manos y el cuello. Me pesan los parpados. De nuevo refresco mi cara. ¡No! No puedo ceder. No debo rendirme al sueño.

Mojo el pañuelo y me lo aplico al cuello, sujetándolo con un nudo. Me siento entre las rocas. Oigo el zumbido que se acerca. He de levantarme antes de que lleguen y marcharnos. Mi cuerpo ha adquirido tal peso que no puedo moverlo. ¡No os tumbéis! Grito a las bestias. ¡Nos vamos! Me siento pesado. Es como si me hubiese bebido toda el agua del pozo. Bostezo. No…, no puedo dormirme… Voy hacia las monturas. No me muevo. ¡He de ir hacia las monturas! Me ordeno. Bostezo… Los parpados me pesan. No puedo dormirme. No debo dormir. No quiero… La Vida me espera. Nos espera… La Vi…da… Nos… es….


AdriPozuelo (A. M. A.)
Pareja, Guadalajara
22 de octubre de 2010