domingo, 15 de enero de 2012

La vida al otro lado


Siento su calor en mi cara. Abro los ojos. Me deslumbra. Los cierro y vuelvo a abrir de nuevo. Me froto los párpados, los refriego con el dorso de las manos. Con las yemas de los dedos limpio la gelatinosa secreción que impregna mis pestañas . Me desperezo. Miro en rededor y tras disiparse la nebulosa azulada que impide que mis ojos puedan fijarse en algo, distingo el ocre paisaje que me rodea. ¿O es amarillo? No, ahora es verde. No. Tampoco es verde. ¿Dorado? ¿Blanco? Sí, ahora lo distingo claramente, es blanco. Blanco calcinado por el sol, tras años, siglos, milenios, o millones de años quizás, desprendiendo sus rayos candentes, lanzándolos sobre la Tierra, para calcinar el páramo, transformándolo en el inhóspito e implacable asesino desierto que se muestra a mi alrededor. No puede haber otro. Al menos igual o peor, no puede haberlo.

Aquí y allá, guijarros blancuzcos de fácil desintegración al tacto, al igual que éste que deja deslizar su arenisca entre mis dedos. Aquí y allá, hasta dónde abarca mi visión, pequeños montículos de pelados huesos. Unos, cubiertos por atirantados cueros, resecos por el calor abrasador, decorados con cornamentas carcomidas. Otros, cubiertos por semejantes cueros, negras y quebradizas sillas de montar, roídas, carcomidas por las alimañas cuando aun eran cuero crudo, así como las fundas de los fusiles que descansan sobre lo que habría sido un abultado vientre, quedando ahora entre arqueados huesos blancos. Junto a ellos, reposan en ridículas posturas, en siestas eternas, lo que quedaba de sus intrépidos, aguerridos y desventurados jinetes. Calcinados esqueletos arropados por escasos andrajos, zahones, botas y sombreros, que posiblemente y en más de alguna ocasión, protegieron de rocas hirientes unos, guijarros cortantes otras y del sol agotador los otros. Junto con los guijarros, forman el mobiliario del inhóspito paisaje que se me ofrece.

No. A mí no me pasará eso. Yo no terminaré así, ni aquí. Tengo reserva suficiente de agua y comida. Te conozco bien. Tras el espejo que me muestras en lontananza, escondes las montañas. La vegetación. La Vida. Y es la que me espera. Y hacia ella voy. ¡Nada! Nada me lo va a impedir! ¿Me oyes? ¡Nada!

Ya estoy sobre la silla de mi caballo. Miro el titilante suelo que tengo por delante. Al fondo, el horizonte me muestra sus rutilantes figuras. Edificios animados, vegetación, animales. Jinetes apocalípticos. Todo es irreal. Lo sé, no me engañas. No me harás desistir de mi empresa. Sé que detrás de toda esa filigrana está lo palpable, lo real. La Vida.

Avanzo. El carro, tirado por la mula me sigue. Bajo los férreos aros de sus ruedas van quedando harinados los guijarros que encuentran a su paso.

Tengo sed. El sol está en el cénit, en su apogeo cual rey triunfante. Demasiado calor para seguir. Demasiado calor para detenerse. La mula y los caballos deben tener sed también. Bebemos. Comemos. Cambio la silla de caballo. Monto en el de refresco. Seguimos.
El sol se oculta. Otro día más. ¿Cuántos? Hago fuego. Pregunto a mis compañeros de viaje qué tal están. No me oigo. Mi boca reseca, mi lengua arenisca esmerila mis dientes. Las palabras retumban en mi cerebro como rocas estrellándose sobre las paredes de una caverna y rodando por el suelo fuesen a parar al fondo de la sima. Los animales me han oído. Me contestan con cortos y quedos relinchos y rebuznos, en lo que se van acomodando para descansar, tras sentirse libres de su peso y tiro. Comemos y bebemos.

Nos aprestamos a dormir. Mañana he de encontrar un pozo. Sé que hay alguno cerca. Lo presiento al igual que mis compañeros. Amigos, tan solo nos queda un cuarto bidón de agua para los cuatro. Mañana he de encontrar un pozo. Mañana encontraremos el pozo.
No puedo dormirme. Tengo que dormir. Necesito dormir.

Oigo ruido. Algo viene en dirección al campamento. Alguien se acerca sigilosamente. Algún coyote hambriento quiere comer caballo esta noche. Aguzo el oído. No anda, se desliza. Un reptil. ¡O varios! ¡Al otro lado de la hoguera! La tenue luz de las bajas llamas ilumina las serpenteantes figuras. Extraigo lentamente el revólver. He tenido que vaciar el cargador en los deleznables, en los asquerosos reptiles. Repongo las balas. Monto tres hogueras más en rededor del campamento. Me tumbo, me tapo con la manta. Me duermo.

Siento su calor en mi cara. Abro los ojos. Me deslumbra. Los cierro y vuelvo a abrir de nuevo. Todo en orden. Los animales ya están parados, en pie. Comen grano de sus sacos suspendidos del cuello. Las hogueras son cuatro montones de grises cenizas. Ocho crótalos son devorados por cientos, miles, de hormigas rojas. Las observo un momento en su voraz labor. Al poco, sobre la blanquecina arena quedan unas pieles huecas, rellenas de descarnados anillos óseos. Una mancha roja se dirige hacia mis botas. Me muevo. Voy hacia los inquietos animales. Varias manchas coralinas se acercan a sus patas. Las paladas de cenizas y ascuas en rescoldo, caen sobre ellas. Unas se dispersan, en lo que otras, abrasadas y enharinadas por cenizas, quedan quietas sobre la arena.

Avanzamos. El carro, tirado por la mula me sigue. Al igual que ella, los caballos me agradecen que les salvase de la marabunta.

Caminamos sobre nuestras sombras. Tendría que parar. Tengo sed. No se debe parar aquí con este calor. Tengo mucha sed. Hay que parar. Los animales necesitan beber también. Bebemos y comemos los cuatro.

Miro en rededor. El horizonte titilea ardiente. Contra él, rodando por el rutilante y ardiente suelo, vienen varios aviones prestos a despegar. ¡Ya llegan! ¡Se me echan encima! Se borran. Miro hacia la dirección por donde hemos llegado. No hay huellas sobre la movediza arena. Las huellas de los animales, así como las del carro, se van rellenando según sacan sus cascos y las ruedas de la arena.

Nadie, ni el mejor rastreador, podrían seguirnos. Por otro lado, ¿Quién va a pensar que me he adentrado en el desierto? “Nadie, no siendo un loco, se aventuraría a adentrase en este desierto. Nadie sale vivo de él. Ni muerto. Nadie lo sacaría y nadie le daría sepultura. No le haría falta”. Yo, señor alcaide. Yo me he atrevido, me he aventurado en él, a pesar de estar harto de escucharle la machacona sentencia. Yo saldré de él, vivo.

Yo te conozco. Tú a mí también. Ya hemos estado en contacto otras veces y no me has vencido. No me has derrotado. No te has alimentado de mí.

Caminamos. Aun falta para atardecer. El pozo ha de estar cerca. Lo presiento. Los animales también lo presienten desde hace rato. Aligeran el paso. ¡Allí está! ¡Ya llegamos! Di contigo, amigo. Sabía que me esperabas.

Entre rocas y baja vegetación, veo el espejo de su superficie. Un círculo de lodo rodea el oasis. Una gran nube de zumbantes mosquitos, revolotea sobre nosotros, sobre todo el conjunto. Cadáveres de animales inflados, prestos a reventar unos, esqueléticos los otros, quedan semisumergidos en el lodo circundante.

Hago acopio de ramas secas y verdes. Enciendo varias fogatas. Sobre sus llamas dejo ramas verdes y hierba, casi asfixiando el fuego, bajo los ataques de los malditos insectos. Siento algunos picotazos en las manos y en el cuello. Atrapo unos cuantos de ellos, sobre mi mano, que sedientos de sangre ya succionaban de mis venas con su larga “hipodérmica”. El humo los ha ahuyentado de momento. Dejo libre del carro a la mula. Voy hacia el manantial cristalino de entre las rocas. Los animales me siguen, tras sacudirse de encima unos cuantos mosquitos con sus colas. Bebemos. Tranquilamente, despacio, sin ansias, llenamos nuestros estómagos, deleitándonos con el fresco liquido.

Lleno los bidones. Ya podemos continuar. En varias etapas, pocas más, y con reservas de agua, llegaremos a nuestro destino. ¿Cuál? Es lo mismo, yo lo buscaré. Yo me labraré mi destino. Llegaré a La Vida, que es la que me espera. Al otro lado de esta caldera de ardiente arena blanca me espera Ella; La Vida. Engancho la mula al carro. Tengo sueño. Ensillo el caballo de refresco. No puedo dormir ahora. Los animales están remisos a seguir. Bostezo. No podemos descansar ahora, les digo. Aun debemos continuar unas horas. El sueño me va minando el cerebro. Al menos hasta que el sol baje al horizonte, debemos continuar. Bostezo. Los animales bajan la cabeza. Patean fuertemente sobre el polvoriento suelo. Al otro lado de la nube de polvo, resaltando sobre la piel de las monturas, gruesas gotas escarlata. Otras se deslizan formando surcos en su pelaje.

El cerebro me ordena dormir. Me rebelo. Desobedezco la insistente orden. Llevo mi mano a mi dolorido cuello. Miro mis dedos ensangrentados. Arreo a mis compañeros de viaje. ¡Vamos! ¡La Vida nos espera! Me acerco al manantial. Lavo mis manos y el cuello. Me pesan los parpados. De nuevo refresco mi cara. ¡No! No puedo ceder. No debo rendirme al sueño.

Mojo el pañuelo y me lo aplico al cuello, sujetándolo con un nudo. Me siento entre las rocas. Oigo el zumbido que se acerca. He de levantarme antes de que lleguen y marcharnos. Mi cuerpo ha adquirido tal peso que no puedo moverlo. ¡No os tumbéis! Grito a las bestias. ¡Nos vamos! Me siento pesado. Es como si me hubiese bebido toda el agua del pozo. Bostezo. No…, no puedo dormirme… Voy hacia las monturas. No me muevo. ¡He de ir hacia las monturas! Me ordeno. Bostezo… Los parpados me pesan. No puedo dormirme. No debo dormir. No quiero… La Vida me espera. Nos espera… La Vi…da… Nos… es….


AdriPozuelo (A. M. A.)
Pareja, Guadalajara
22 de octubre de 2010

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