jueves, 18 de agosto de 2011

ANTÍPODAS


Madrid, verano de 1989

Aun no se había acostado desde que llegó del pesado y largo viaje, muy largo en verdad, en el que había empleado más de dos días. Había llevado a cabo unos cuantos cambios de avión, en las distintas escalas realizadas, desde que despegó el primer vuelo en Alice Springs, Australia, hasta que descendió del último en Madrid, España. Sus dos acompañantes dormían hacía ya dos horas, a pierna suelta en sus sendas habitaciones.

No es que no tuviese sueño y cansancio, no, sencillamente era porque, entre el cambio de horario y el clima tan distinto al de su país, más la excesiva comodidad –para su gusto- que poseía la habitación de lujo, así como todo el hotel donde se alojaba, no le dejaba relajarse como para poderse dormir. Decidió salir a pasear un poco por las calles del Madrid que recordaba de visitas anteriores, y así, entre el paseo, como solía hacer en Ayers Rock antes de acostarse y el relax que le proporcionaría el espacio abierto, aunque bullicioso, podría dormir seguramente siete horas de un tirón, hasta la madrugada y así estar despejado y fresco para poder dar su conferencia sobre los aborígenes australianos; su pueblo

Salió de la habitación y se halló ante un paisaje que, aunque no desconocido, siempre le resultaba extraño y deprimente, pues no lograba acostumbrarse al lujo de los hoteles que llevaba visitados desde sus comienzos de conferenciante, ni a la sensación de opresión que le producían sus anchos pasillos con aquellos cuadros colgados en sus paredes, que por muchos y bellos paisajes que tuviesen pintados y semejasen ventanas al exterior, para él no eran más que nimias copias que no lograban reflejar una naturaleza viva, mostrando por el contrario, una quieta y silenciosa, del todo muerta, y no como la verdadera a la que estaba acostumbrado a disfrutar en su país, por muy seca y árida que resultase en algunas partes del vasto continente.

El gobierno de su país se empeñaba en alojarlo en los mejores hoteles del mundo, aun a sabiendas de que no le gustaban.

Aunque distintos en su interior: decoración, tonos de sus paredes, alfombras, etc., todos los hoteles donde se había hospedado, para él coincidían en lo mismo; eran cárceles. Pasillos, anchos o estrechos y sin ventanas al exterior, con “cajas de tortura” más o menos amplias, que, aun ascendentes y descendentes ni llegaban a la gloria, ni bajaban a los infiernos, aunque le pareciese tal, pues sudaba, ardía hasta en su interior, por desasosiego y la falta de aire puro.

Ciudades tan homogéneas y otras tan dispares como Madrid, Tokio, Moscú, Pekín, Toronto, Londres, Buenos Aires, Brasilia, México D. F., Nueva York o París y tantas otras capitales mundiales, en sus hoteles coincidían en esto. Al menos para su satisfacción, la mayoría de ellas poseían, y a cual más bello, parques y paisajes llenos de naturaleza viva, al igual que museos, donde pasaba gratas horas admirando arte. Siempre y cuando su labor se lo permitía, y si no él bien procuraba “robarle tiempo al tiempo”, acudía a las pinacotecas a relajarse.

Imbuido en tales pensamientos llegó al pie de las escaleras y se dirigió a la planta baja, ya que él no entraba en aquellas cámaras de tortura, por muchos pisos que tuviese que bajar, o subir, desde y hasta su habitación. Llegó abajo y se encontró en el lujoso hall del hotel, con brillos dorados por todas partes: en las columnas de mármol, en los muebles, en las orlas de los marcos de cuadros y espejos, en las cenefas de escayola de paredes y techos, en suma un derroche de dorados por todas partes. Y todo ello alumbrado por tantas bombillas encendidas en apliques, lámparas de sobremesa y de pared y focos con el haz de luz incidiendo sobre distintos puntos y objetos, de forma que las grandes puertas acristaladas transmitían la luz a lo más recóndito de las estancias.

Un lustrado y brillante suelo de mármol marrón le devolvía todo en forma invertida, de tal modo que en algunos tramos parecía que caminaba suspendido en el espacio sobre los techos.

Se apercibió de las personas que le miraban cual bicho raro, sin disimulo, casi con descaro. Pero a esto también se había acostumbrado. Es paradójico –pensó- que toda esta gente, que se supone está de vuelta de todo, que ha visto de todo y por todo el mundo, se extrañe por ver a alguien así. Pero claro, por el hecho de ser ricos o aristócratas se creen con derecho a mirar de arriba abajo y juzgar a las personas por su apariencia.

Por el contrario, la gente como él no miraba de esa forma -pues no se extrañaba al ver a alguien así-, ni por apariencia ni por trazas o pinta de sus vestimentas y menos aún por características personales.

Su aspecto quedaba entre aborigen, por su fisonomía, y occidental por su vestimenta. Vestía pantalón y cazadora tejanos, camisa a cuadros azules y blancos, todo ello impecable. Pero, ¿Cómo no lo iban a mirar así, si él se había arremangado las perneras de los pantalones hasta las rodillas y las mangas de la cazadora por encima de los codos, más otras peculiaridades que resaltaban de su fisonomía?

Portaba una serie de adornos corporales, tales como una diadema de cuero con un dibujo grabado a colores, la cual sujetaba una pieza ovalada de pizarra de pequeño tamaño y grabada; también llevaba su piel igualmente grabada con dibujos tribales y unos mocasines que, aunque nuevos, también habían sido dibujados; lucía melena rizada –tipo rastas- color negro azabache y barba abundante del mismo color, los cuales hacían más oscura su fisonomía, si cabe, junto al color de su piel negra.

De todo esto destacaba un colgante de oro, con forma de luna en cuarto creciente con sus puntas hacia arriba, grabado con formas geométricas. De ambas puntas de la luna iba enganchada una cadena gruesa, igualmente de oro, que pasaba sobre su cuello.

Su llegada había sido aún más llamativa, pues, aparte del clásico equipaje de maletas y bolsos, viajaba con unos estuches cilíndricos de cuero, unos largos –algunos medían más de dos metros- y otros cortos, que contenían lanzas, arcos, flechas, varios modelos de yidaki (didjeridu, o didgeridoo en lenguaje occidental), los cuales hacía sonar en sus conferencias y presentaciones, en lo que sus acompañantes danzaban, para admiración de su público, ya que muchos tan solo los habían oído a través de medios de comunicación audiovisuales.

Otros contenían varios Tjurunga, (tabla oblonga de madera, muy estrecha, de forma oval de un metro aproximado de longitud y grabada por ambas caras). Otros con objetos sagrados, al igual que varios palos zumbantes, (parecidos a los Tjurunga, incluso algunos los denominaban igual, siendo de tamaño más pequeño y perforados en un extremo, donde se ataba un cordel, se agitaban en el aire describiendo círculos y producían zumbidos o silbidos) y que él, por su condición de depositario de las tradiciones ancestrales -tradiciones orales- y “hombre sacro”, estaba autorizado a usar y mostrar, además de ser “poseedor de la creencia” -para nosotros religión- “Tiempos de ensueños”, los cuales datan en 40 o 60.000 años atrás .





Tjurungas y yidaki (didjeridu) decorados

Como es de suponer, con todo este bagaje, más sus dos rústicos acompañantes, los cuales iban semi desnudos, calzando suelas de cuero curtido sujetas a los pies por tiras del mismo material, no era de extrañar la admiración que despertaban ante las puertas de un hotel de lujo y por cualquier sitio por donde pasasen, al menos en occidente.

Antes de salir a la calle se pasó por los jardines del hotel, pues allí es donde se desarrollaría la presentación y la conferencia, para observar si todo se había dispuesto como él había ordenado.

Después de un intercambio de opiniones con el maître sobre el momento y la forma de servir el cóctel y de algunas recomendaciones de éste, para que fuese a ver la obra de teatro “Así que pasen cinco años” de Federico García Lorca, que en esos días se representaba en el Teatro Español, e informarle que el hijo de un primo suyo actuaba en la obra como “el niño de comunión”, se encaminó hacia la plaza de Santa Ana, lugar donde se encontraba el teatro.

Cruzó la Plaza de la Lealtad y el Paseo del Prado por la Plaza de Neptuno (Cánovas del Castillo); ingresó en la Plaza de Las Cortes y Carrera de San Jerónimo, por la acera que pasa junto al Hotel Palace, y por frente al Congreso de los diputados tomó por la Calle del Prado hasta llegar a la Plaza de Santa Ana, dobló en la esquina a su derecha y se encaminó al teatro.





Fuente de Neptuno, Plaza Cánovas del Castillo; Palacio del Congreso (Las Cortes), Carrera de S. Jerónimo Y Teatro Español, Plaza de Santa Ana


Las puertas permanecían cerradas, pues aún no era la hora de la primera representación. Se encaminó hacia la taquilla y tomó una localidad de palco. “No hay que distraer al público con mi presencia” -se dijo, pensando que en la oscuridad de un palco pasaría desapercibido-; junto con la localidad le entregaron un programa. Había visto la obra por primera vez hacía ya diez años, pero quería verla de nuevo, pues como era de suponer, algunos actores no serían los mismos, como así pudo comprobar tras la lectura del folleto. El director sí era el mismo: Miguel Narros.

Como mediaba un tiempo prudencial hasta la hora del comienzo de la representación, decidió preguntar por el niño Ismael Martín, pues leyó en el folleto que ese era el nombre completo de “el niño de comunión”, ya que recordaba que el maître del Ritz no le había facilitado el apellido. En un castellano impecable, tan solo se le notaba un deje gutural en la voz, preguntó por él al portero de la entrada de actores, diciéndole éste que esperara un momento pues no sabía si ya no podría bajar, o recibir visitas. En ese preciso instante bajaba por la escalera la madre del niño y se dirigió a ella para preguntarle si podrían recibir al visitante.

-En este momento está comiéndose un bocadillo, tiene que coger fuerzas. Le respondió la madre, al tiempo que dirigía una mirada cómplice al portero, pues el niño, en la representación, tenía que salir con “la gata muerta” sobre sus hombros y la mujer que interpretaba ese papel, "Perpe", tenía el mismo peso que el chico. Al menos era menudita, aunque estaba más oronda que el niño, el cual era más bien delgado, pero fuerte y un poco más alto que ella.

Explicó a la mujer quién era, desde donde venía y a qué se dedicaba, aclarando que en el hotel donde se hospedaba, el maître Juan Antonio, le había dado el nombre del niño y que dijera iba de su parte. El hombre, con mucha delicadeza y tacto, sugirió a la mujer invitar a ambos a un refresco mientras el niño comía su bocadillo, siempre y cuando no les resultara violenta su compañía.

-¡Oh no, no! Por favor. Seguro que le gustará conocerle y charlar con usted un ratito. ¡Con lo que le gustan a él todas esas cosas! Incluso la forma de vestir que tiene es muy parecida a la suya. Se viste con pantalón y cazadora vaqueros y lleva una cinta en la cabeza para sujetarse el cabello. Bueno, se lo sujetaba pues le han cortado el pelo para la obra. Y hasta va por ahí con su guitarra a la espalda y alguna de sus flautas.

La madre subió a llamar al chico. Al poco, bajaba junto a ella comiendo un bocadillo, el cual en sus manos de niño parecía más grande de lo que en realidad era, siendo éste ya de considerable tamaño. Al ver al hombre le mudó el semblante y se le iluminaron los ojos de puro contento, por poder saludar a un australiano, hablar con él y estrecharle la mano. Y pensó, acertadamente, que le contaría cosas de su país, pues le entusiasmaban las cosas tribales; no obstante, en casa tenía una buena variedad de objetos, como ocarinas, flautas, arcos, lanzas y máscaras.

Se llegaron hasta la cafetería sita a continuación de la fachada del teatro, haciendo esquina con la Calle del Prado, pues era donde iban la mayoría de los cómicos que actuaban con él. Presentó a su “nuevo amigo” a los que había allí en ese momento. Incluso el director se encontraba entre ellos, así como Enrique Morente que estaba a cargo de la música de la obra y el escenógrafo Andrea D´Odorico.

Charlaron amigablemente como si se conocieran de toda la vida. Se contaron cosas de lo que hacía cada uno y en un momento dado el hombre le propuso que, ya que él vería su actuación, sería un gran placer si también él fuese a ver la suya al hotel. A continuación, le pidió que cuando fuese un gran actor, ya de mayor, no dejara de visitarle en Australia, pues estaba seguro que le gustaría mucho conocer el país y a sus paisanos, y donde podría pasar unos días inolvidables como invitado suyo.

Le llevaría a ver uluru y kata tjuta –le dijo-, montículos sagrados de su pueblo, y le mostraría cuevas con dibujos hechos por sus antepasados hacía miles de años. También le mostraría un casco de soldado de Fernando de Magallanes, pero no de los encontrados hacía unos años, éste se lo habían ido pasando generación tras generación hasta llegar a él un arangu, (persona de la región del desierto central), un Pitjantjatjara, de uluru (en Alice Spring de los blancos).

Se despidieron hasta después de finalizada la representación. Cuando volvieron a encontrarse, felicitó al niño por su “soberbia actuación”, quedando citados para “mañana” en su hotel.





Ismael Martín en “Así que pasen cinco años”; Yidaki (didjeridu) original sin decorar y aborigen australiano haciendo sonar un yidaki

Al día siguiente les recibió en su habitación. Les mostró algunos utensilios e instrumentos que había dejado allí para tal fin, dejando a Ismael que soplara por un didjeridu. Un yidaki, en su lengua aborigen, explicándole de dónde y cómo se conseguía: del árbol “Stringy bark” (eucaliptus tetradonta), ahuecado de forma natural, encargándose de ello las termitas. Aunque se esforzó en ello, el chico no logró sacar un sonido al instrumento. ¡Qué feliz se le veía! Qué contento estaba, disfrutando con la charla didáctica y la práctica, impartidas de forma personal por “anangu”.

Al rato entraron en la habitación los dos australianos que acompañaban al anangu y recogieron todos los utensilios que les quedaban por bajar. La presentación comenzaría en veinte minutos.

Bajaron a los jardines del hotel, donde ya estaba todo dispuesto. En el transcurso, Ismael estuvo en una nube; quedo, con la boca abierta, maravillado al ver cómo su nuevo amigo sacaba sonidos de aquellos raros y curiosos instrumentos, explicaba su procedencia, elaboración y significado, así como el de los símbolos.

Cuando se despidieron, lo hicieron como grandes amigos que eran ya, recordando anangu al niño la visita a Australia. -A Las Antípodas, como nombráis vosotros en España a mi tierra.

Ismael se hacía estas preguntas en lo que se alejaban del hotel, hojeando un folleto que le había dado su amigo anangu con fotos de Australia: ¿Podría ir algún día a verle a su país? ¿Podría ver uluru (Ayers Rock) y kata tjuta o pitjantjatjara -“muchas cabezas”- (Monte Olga) y subir a lo alto de ambos?




uluru (Ayers Rock) y kata tjuta o pitjantjatjara (Monte Olga)


Esto era pronto para saberlo, pues Ismael contaba tan solo diez años de edad y tenía toda la vida por delante. ¿Sería de cómico? Quizás.


AdriPozuelo (A. M. A.)
Villamanta, Madrid
4 de septiembre de 2007

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