domingo, 31 de julio de 2011

Ayer cumplí 15 años: ya soy mayor


Ayer cumplí quince años, lo que para mí quiere decir que ya hace uno desde que soy mayor para trabajar y sin necesitar un permiso paterno para ello. En cambio llevo haciéndolo más de un año y medio oficialmente y con contrato.

Esto viene a mi memoria, debido a una cuestión que me lo ha hecho recordar, y es: tener un nuevo empleo a la vista, solo que esta vez en Madrid, en la capital.

La cuestión es que como tengo que ir a Madrid desde Pozuelo, y solo, tendré que hacerme el carnet de identidad, aunque más propio será decir el Documento Nacional de Identidad (DNI) que es como se denomina. Pero claro, me falta algo menos de un año -tan solo un día menos- para la edad que me correspondería hacerlo, así que de nuevo habrá que proveerse de una autorización paterna para este caso.

Por este motivo es que recuerdo la vez anterior, cuando tenía poco más de trece años, en que mi padre tuvo que autorizarme a trabajar. Tuvo que hacerse por escrito, oficialmente y firmarlo los dos, más testigos y el personal autorizado a legalizarlo.
Lo firmamos en el local de los sindicatos -todos verticales-, ante los dos sindicalistas; el Sr Ramos y Agapito Ramos.

Casualidades de la vida, los dos se apellidan igual y los dos son cojos. El uno lleva altillo de corcho -bastante grueso- en el zapato izquierdo y el otro en el derecho, aunque es tullido del otro pie; el uno usa bastón y el otro no, aunque tenga los dos pies hechos una pena. Los dos firmaron como autoridades y testigos, mi padre como autorizante y tutor y yo como “el interesado está de acuerdo, consiente en ello y declara que no ha sido coaccionado para trabajar, ya que no tiene la edad reglamentaria para ello”. Así figuraba en la autorización.

Esto simplemente era puro trámite legal para poder estar asegurado, reconocido y gozar de todos los derechos de la Seguridad Social Nacional (SSN). Pero como la edad reglamentaria estaba establecida en los 14 años, hubo que firmarlo. Lo cierto y real, pues así figuraba también, como suele decirse en letra pequeña, es que mi padre firmó que se hacía responsable ante el Estado, sobre cualquier cosa que pudiera ocurrirme, en relación al empleo, por ser mi tutor y por autorizarme sin tener edad para trabajar. No, si no se debía trabajar sin tener la edad para ello, en cambio bien que lo autorizaron legalmente.

De hecho, yo estaba trabajando realmente desde los siete años, incluso antes y alternándolo con el colegio, haciendo pequeños trabajillos y no precisamente de los que fuesen para niños. Aunque: ¿Qué trabajo hay tipificado o que sea específico para niños?

Desde los siete años hasta los once, casi los doce, en que uno de mis hermanos más pequeño cogió el relevo, fui monaguillo o acólito, como gustaba D. Teófilo de llamarme, en el convento de las monjas Franciscanas de al lado de casa. Antes tuve que hacer la Primera Comunión, según me dijo sor María de Jesús, la monja que me dio el catecismo y me preparó para ello; para la comunión y para ayudar a oficiar la misa.

La sor era una mujer menudilla, delgada, de piel blanca, manos muy finas y delicadas y dedos largos. Era un placer tocárselas pues sentías como si tuvieras seda entre las tuyas. Parecían “manos de pianista”, pues así se dice a los que tienen dedos finos y largos. De hecho, ella era la que tocaba el órgano en el coro y el piano en el refectorio y la sala de música. A veces me decía que me sentara a su lado, cuando estaba en la sala, para oír el piano y verla tocar, pues sabía que me gustaba. Entonces yo la obedecía –cosa que no me costaba nada hacer-, me sentaba junto a ella y me quedaba quieto, callado y embobado, oyéndola tocar.

Me enseñó a cantar el Canto Nervo –que no recuerdo si se escribía así-; a cantar la misa en latín, respondiendo al cura, lo mismo que a responder en latín hablado; a tocar la campanilla en los momentos que así se requería y en cómo debía hacerlo. También me enseñó a ayudar al cura a ponerse todas las cosas que se ponía sobre el hábito, para oficiar misa, y a ir dándoselas por orden. Me dio mucha pena cuando murió. Parecía una muñequita de cera, vestida de monja franciscana y metidita en su caja, con un rosario de cuentas negras arrollado en sus manos cruzadas, reposando estas en su regazo.

Fuimos a su entierro mi hermano y yo, acompañando a unas cuantas monjas y niñas del internado. Las novicias acompañaron el cortejo fúnebre solamente dentro del convento, desde la sala donde estuvo expuesto el velatorio, hasta la puerta de hierro del recinto vallado perimetral, pues no podían, o no debían, salir fuera.

La primera vez que vi a don Teófilo -cura también franciscano- ponerse todas aquellas cosas para oficiar misa, me quedé sorprendido de que pudiese llevar tantas encima y poderse mover con soltura. Claro que, lo de con soltura era aparente, porque bien se cuidaba de no hacer movimientos bruscos, para que no se le descolocara todo el emperifollo o aderezo.

Comenzaba cubriendo la capucha del hábito, que colgaba siempre a la espalda de todo franciscano, con una tela blanca; otra tela blanca más a modo de peto y espaldar; una prenda de iguales composturas, con la que cubría su hábito marrón y que se ceñía a la cintura con un cordón, que partiendo de la parte de atrás de su cuello, lo cruzaba por el pecho, lo llevaba hacia atrás a la altura de la cintura, allí lo hacía un solo nudo, volvía a traer sus puntas hacia adelante, las cruzaba y se entremetía las puntas, opuestas, en la parte que había quedado a modo de cinturón.

Sobre todo esto, se colocaba un roquete amplio, con puntilla en los puños y en el faldón; colocaba una estola sobre el cuello, la cual se la cruzaba en el pecho y sujetaba ambos extremos con el mismo cordón de la cintura. Después se colocaba en la muñeca izquierda otra cosa, que ni recuerdo cual era su nombre, parecida a la estola, pero mucho más corta, ajustándola al brazo por medio de un cordón dorado. Por último se colocaba la casulla, haciendo juego estas tres últimas en el color, pues cada semana cambiaba a uno distinto.

Cada vez que cogía una de estas cosas, al igual que cuando se las quitaba, las iba besando. Esto, la primera vez que lo vi me dejó perplejo: ¡Besando las cosas! ¡Qué cosas tienen los curas! recuerdo que pensé.

Hice la primera comunión en el mismo convento junto a seis chicas del internado. Ellas iban todas de blanco y con los vestidos idénticos. Según las monjas, así no harían ostentación unas con padres pudientes, frente a las otras, que aún algunas con padres, otras no los conocían o tan solo conocían a la madre.

Yo iba vestido con traje de color gris con botones dorados en la manga, iguales a los del cierre de la chaqueta; camisa blanca; corbata de seda gris claro; guantes blancos; calcetines blancos y zapatos de charol negros. Y por supuesto, los clásicos complementos; cordón dorado sobre los hombros, el cual sujetaba por un extremo un crucifijo nacarado, con las puntas de metal dorado y pendiendo sobre el pecho y por el otro extremo llevaba una borla dorada que pendía a la espalda; en las manos enguantadas, rosario y misal, o breviario, con cubiertas de nácar, con cierre y esquinas doradas.

Del brazo izquierdo pendía un lazo de seda blanca, con una inscripción grabada con hilo dorado, igual que el de sus flecos pendientes en trencilla. Colgada al cuello, por el interior de la camiseta –blanca, por cierto-, una cadenita de oro de la que pendía una medalla del mismo material y con la imagen en relieve de san Antonio, regalo de unos señores de “la colonia” que me tenían estima.

Al término de la ceremonia pasamos al comedor de las chicas, donde las monjas habían preparado chocolate con bizcochos, pastas y galletas, para agasajarnos con tan suculentos manjares a los que habíamos tomado la primera comunión, en compañía de nuestros familiares, algunas chicas más del colegio y las mismas monjas -no todas-, para que participasen de nuestro regocijo.

Para ayudar a misa me tenía que levantar a las seis de la mañana todos los días, incluso domingos y fiestas de guardar, pues aunque esta era a las siete, y no teniendo más trayecto que hacer que el cruzar la calle, antes tenía que sacar agua del pozo -a mano- para llenar un balde y que pudiéramos lavarnos mi padre y yo, que éramos los únicos de la casa que nos levantábamos a esas horas de la madrugada.

Esto de sacar agua era en verano, que no hacía frío y no solía llover, pues en invierno ya la teníamos sacada de la tarde anterior. Pero a consecuencia de donde se quedaba el balde, que era la cocina, solo que con una puerta de madera, fina, y con más rajas de las que debía, por donde penetraba el frío libremente cuando helaba, se le formaba una capa de hielo que tenía que romper y quitar, si queríamos lavarnos.
También preparábamos la lumbre –estufa- de carbón; la encendía mi padre, y yo ponía a calentar agua en un puchero para poder preparar el café del desayuno.

Desayunábamos, y mi padre se iba a trabajar y yo a ayudar a misa pues a las siete menos cuarto tenía que estar en la sacristía. Cuando volvía a casa, alrededor de las siete y media, siempre había algo que hacer, como por ejemplo sacar agua del pozo para que se lavasen los demás, o para que mi madre fregase los cacharros de la cocina, pues cuando volvía de la iglesia ya se había levantado, como también tenía que recoger algunas cosas que hubiesen quedado desperdigadas por la casa, y algunos etcéteras más, hasta la hora de irme al colegio.

Al poco de cumplir los ocho años, comencé a llevar el pan a las monjas. Entonces varió de modo significativo el trabajo a realizar antes de irme al colegio.

Finalizaba la misa, llegaba a casa sobre las siete y media, cogía dos talegos grandes de tela gris, y, a la panadería, a por el pan de las monjas. Menudos talegos aquellos, cabía yo dentro junto a otro como yo, por tanto, convendría nombrarlos sacos; de tela, pero sacos al fin y al cabo.

Los sacos ya los habíamos recogido mi hermano o yo, indistintamente, el día anterior por la tarde, de manos de sor Pura la cocinera. Nos los entregaba junto con la merienda: pan y, alguna que otra vez, una onza de chocolate durísimo –era para hacer a la taza-. Y si la matanza estaba a tono, entiéndase curada, pan con chorizo del que hacían ellas mismas de su matanza, y que yo ayudaba en alguna ocasión a embutir.

Cuando llegábamos a casa, como éramos varios hermanos y de esos “manjares” en casa no entraban, pues estaban reñidos con el sueldo de mi padre, repartíamos la merienda. Como la ración de chocolate no guardaba proporción con la del pan, el gusto del cacao duraba poco en la boca, ya que el pan arrebañaba todo para adentro al tragarlo. El chorizo ya era otra cosa, ese si era proporcional al mendrugo y con sabor más fuerte y persistente que el cacao y el pan, perdurando en la boca más tiempo.

Uno de los sacos lo llenaba con cincuenta “gallegas” –barras de pan- en la panadería del señor Ángel, sita al otro lado de las vías del ferrocarril. Bajaba hasta cerca de la estación del tren y cruzaba el paso a nivel por el molinete, el cual había que pasarlo de uno en uno; en “fila india”. A la ida no había problema, pero a la vuelta, y con el saco lleno, si lo había y me las tenía que ingeniar para pasar sin atascarme, pues el saco no debía descargármelo, de lo contrario no hubiera podido volverlo a poner sobre los hombros.

Cargado ya con el pan, volvía a cruzar el paso de las vías a la inversa y subía hasta la panadería del señor Paco, en el centro del barrio de La Estación. En el otro saco que llevaba vacío, entre Goyo -hijo del señor Paco- y yo, metíamos veinticinco o treinta hogazas de pan, según el día. Entonces Goyo, que estaba “cachas”, ataba las bocas de los sacos -después las monjas se las veían y deseaban para desatarlos- y me los cargaba a los hombros.

Cuando los dejaba sobre mí, le gustaba zarandearme, logrando hacerme dar tumbos y trompicones, dando la sensación de estar borracho. Parecía que me iba a caer y me decía de broma que era yo, que no podía con los dos sacos llenos, que él, lo que hacía era sujetarlos para que no me cayese, al tiempo que descaradamente tiraba de ellos. Cuando me equilibraba, a lo que también me ayudaba él, me ponía en una mano un “suizo” o una “trenza”, mientras que con la otra sujetaba la carga; me decía que era para reponer fuerzas y poder acometer el kilómetro y medio que me separaba del convento. Y, ¡Ale! ¡Arreando, que es gerundio! Como decía la señora Matilde, “la coja”; o sea mi madre.

A veces, el recorrido lo hacía de un tirón y cuando descargaba me daba la sensación de elevarme del suelo, cuando no la de que me iba a caer o a marear. Otras veces descansaba a mitad de camino aproximadamente, apoyando los sacos en alguna columna del tendido eléctrico del ferrocarril, junto a las vías y sujetando la carga con la espalda contra la columna, apoyando bien los pies en el suelo a modo de cuña, para que no se me cayese el saco. Las que más, podía llegar hasta la primera columna que tenía la base de hormigón a cierta altura del suelo, de modo que podía descargarme y descansar un ratito. Hasta ésta no había otra donde poder hacer bien el descanso, soltando la carga y sentarme. Lo malo era cuando tenía que reanudar la marcha, pues no siempre pasaba algún samaritano, aunque yo hiciera tiempo por ver si venía, para que me ayudase a cargarme los sacos. Cuando pasaba, la mayoría de las veces era el mismo. Este estaba encarnado por el señor Cipriano, padre del “Cipri”, un amigo de mi hermano mayor.

Llegaba a casa después de dejar el pan en el convento y cogía la cartera para irme al colegio junto con otros dos más de mis hermanos. El pequeño aun no iba y el mayor, como era bastante más mayor que nosotros, iba de por libre. Junto a la puerta de casa se nos unía al grupo nuestro amigo Javier Yébenes y ya teníamos el quinteto formado como nos decían algunos.

Así, hasta el verano que cumpliría los diez años, en que comencé a trabajar en la churrería de la señora Abelina. Desde entonces, al salir de misa recogía los sacos en mi casa y me iba a la churrería. El cole pasaría a la historia, ya no pisé más por él. El curso finalizó en junio, yo cumplía los años en julio, que fue cuando comencé en la churrería y en septiembre ni me acordaba ya de los estudios. Ahora que seguí leyendo, tebeos y novelas, pero lectura al menos.

Cuando terminaba de vender churros, alrededor de las once de la mañana, cogía los sacos, que seguían siendo dos, y me iba a las panaderías. Durante el verano me ayudó uno de mis hermanos, pero cuando llegó septiembre me quedé solo con los sacos. Todos mis hermanos fueron al colegio y yo seguí trabajando. Habían pasado muchos meses desde que comencé llevando el pan a las monjas y algún año también. En el transcurso, se habían ido aumentando las piezas de pan, debido a que el internado y el convento se ampliaron, y por consiguiente el número monjas y niñas era mayor, y el señor Ángel había cerrado su panadería. Ya no tenía que pasar cargado por las estrecheces del molinete.

Todo el pan se le compraba ahora al señor Paco, pasando a ser la “masa” que tenía que cargar, de unas sesenta o sesenta y cinco hogazas y sesenta barras, que ya no eran gallegas, porque de la tahona que se surtía la panadería no las trabajaba. Las hogazas eran para las niñas, que se incrementaron más que las monjas, siendo para estas las barras. A más cantidad de pan, más carga que tenía que transportar.

Como ya no hubiera podido llevar todo de una vez, tenía que hacer dos viajes, aunque poca diferencia de peso había en cada uno, con relación al que hacía anteriormente, pues se sumaba el peso de cinco hogazas más, que eran las que se consumían en casa. De haberlo llevado de una vez hubiera tenido que cargar con setenta kilos, y yo no llegaba a pesar eso.

Además del peso, estaba el volumen, que no hubiera podido controlar sobre mí, por mucho que lo hubiera intentado. Me figuro, de haberlo conseguido, a la gente asombrada al ver pasar ante ellos un gran saco moviéndose solo, pues a mí no se me vería debajo del saco. ¡Vamos, como a “Garbancito” el del cuento!

Con razón el señor Cipriano y otros me decían: -¡No cargues tanto chaval, que no vas a crecer! Aun con eso, he llegado a medir 1,62m, que es la última talla de la que soy consciente. A los catorce años ya debería de rondar esa medida, aunque no recuerdo haberme medido el año pasado. Ahora que de pie, calzaba un 43 o 44, dependiendo del fabricante. Claro que todo hay que decirlo, tenía los pies dilatados por culpa del reuma que padecía desde los nueve años, a consecuencia de todos los chaparrones que tuve que soportar estoicamente. Al menos eso decían los médicos y por eso mismo tuvieron que extirparme las anginas –por amigdalitis- a los diez años, un poco crecidito ya para ese tipo de operaciones. Que sí que me costó recuperar la potente voz que tenía: de canónigo, decía don Vicente, el maestro de “medianos”.

Cuando llegaba a la churrería, si era invierno llenaba una cesta de mimbre entre churros y porras y salía a venderlos por las calles gritando: ¡El churrero, churros y porras calientes! Bueno lo de calientes lo decía solo a primera hora, pues con frío o con lluvia, antes de sesenta minutos ya estaban como mis pies de fríos o más. Al menos no se mojaban, pues los tapaba con un hule, en cambio yo terminaba calado hasta los huesos. En verano, como en el barrio de La Estación había varias colonias de chalets, venía mucha gente de Madrid a veranear, pasando a cuadruplicarse la población, en los tres meses de la temporada estival.

Entonces llenaba dos cestas, cada una más grande que la de invierno. En una solo ponía churros y en la otra solo porras; me colgaba una en cada brazo y a la calle a vender. Ahora sí que podía gritar lo de calientes, todo el tiempo que me duraban los churros en las cestas, que era poco. ¡Hasta yo iba caliente y sudoroso!

Por fortuna siempre hay un samaritano, o samaritana, en el camino. Los clientes me veían así de fatigado y, “apiadándose” de mí, me daban algún refresco o agua fresquita de algún botijo, o de la nevera. Y entre esto y la sombra de algún porche emparrado, reponía fuerzas y seguía callejeando y voceando: ¡Curros calientes! A veces no faltaba el graciosillo de turno que le pusiese la coletilla al grito y decía a modo de continuación: ¡Para las viejas y los viejos que no tienen dientes!

Así, con dos cestas llenas, y a “cien por hora” salía de la churrería a vender, me hacía dos viajes de venta, desde las ocho de la mañana a las diez y media o las once, hora en que solía terminar. En poco tiempo me puse en cabeza de lista de los mejores vendedores de churros. Ni los nietos de la señora Abelina, Luís y “el churri”, o sea Fernando, que siempre se disputaban el primer puesto, ni Eugenio -otro “churri”- que comenzó al tiempo que yo y disputando conmigo, ni los otros dos “forasteros” como yo –uno de ellos era uno de mis hermanos-, lograron aventajarme y por consiguiente arrebatarme el primer puesto. Como íbamos a comisión, era el que más ganaba, siendo ese mi primer trabajo de comercial. Así continué hasta los once años.

Desde entonces, tras terminar la jornada en la churrería, llevaba el pan a las monjas de la Caridad y de San José de Cluny y a los frailes Oblatos, pues Goyo me contrató para eso, que es lo que realizaba él, antes de que muriese su padre. El contrato fue de palabra, pero tan válido o más que uno escrito, solo que sin Seguridad Social, a la cual ya la podían haber cambiado el nombre, ya que el significado literal del nombre no era efectivo y real, más que para los trabajadores del estamento.

Aquí ya no me tocaba cargar los sacos del pan a la espalda, pues los echaba en un carrito de mano, propiedad del panadero, y así me resultaba más cómoda, liviana y rápida la tarea del reparto, ya que se encontraban bastante distantes entre sí los conventos. Excepto el de los frailes y las de Cluny, que estaban cercanos uno del otro, aunque a la distancia aproximada de doscientos metros, sobre la superficie, ya que según opinión de algunos existía un “atajo”, un pasadizo subterráneo de uno a otro convento, del que se hablaba que fue descubierto tras la guerra civil, encontrando allí ciertas “cosas” emparedadas que pudieron ser comprometidas en su momento para las monjas, de “haber andado” a la vista, según se comentaba.

El convento de las de la Caridad se encontraba bastante más alejado y de “punta a punta” del barrio, teniendo que hacer dos viajes de reparto, por el volumen y peso y por la distancia.

Esto no quiere decir que ya no llevase el pan a las vecinas franciscanas, no, se lo seguí llevando, lo mismo que a otros dos vecinos más y el de mi casa, pero después de terminar el reparto en el despacho de pan. También se me sumaron el peso de cinco barras más, para los vecinos, además de las hogazas para mi casa.

El trabajo del despacho no me duró mucho tiempo, debido a una machada de Goyo. Una de tantas que tenían los mayores, con el mal gusto de demostrarnos a los más pequeños lo “machotes” que eran. En una, la última, de aquellas bromas del zarandeo, no me sentó nada bien, aparte del daño que me hice en un costado al chocar contra el mostrador de mármol, debido a que el empujón pasaba de ser mero zarandeo. Enrabietado, dejé caer los sacos al suelo, me volví hacia él y le solté una patada, con mucha mala leche eso sí, en una pierna; en la espinilla para ser exacto.

Como quizás le hizo más daño mi sublevación, o mi mala leche hacia él, que la patada, me propinó un puñetazo en el centro del pecho con bastante fuerza. De tal modo, que me lo dio estando en un extremo de la tienda y fui a caer de culo contra el suelo al otro y golpeándome la cabeza en la pared. La tienda tenía dos puertas de acceso, quedando el mostrador de frente, siendo todo lo largo que era el despacho; quizás más de seis metros.

Me levanté llorando, con fuertes dolores y pinchazos en el pecho y le dije que se metiese el remolque y el pan del reparto, por dónde le cupiese y me fui, no sin antes escuchar la gran chorrada que me dijo y contestarle a ella por mi parte: -¡Parece que te mosqueas rápido, no sabes aguantar una broma! ¡Hombre, pues tú tampoco, que yo la patada te la he dado por seguir la tuya!

Aun seguí un tiempo con este mismo ritmo de vida y trabajo. O viviendo para trabajar, que quizás sea más acertado, pues trabajaba sábados, domingos y fiestas de guardar, como eran mal llamadas entonces, al menos para mí, al igual que para tantos otros que no “guardábamos” ni una.

Al fin, con este trabajo -el del contrato y permiso paterno-, podía descansar los días festivos. ¿Pero qué digo? ¿Acaso era descansar, dejar de trabajar de lunes a sábado y fiestas intermedias y seguir vendiendo churros por la mañana, aunque ya en el despacho, y los días festivos por la tarde de camarero en la misma churrería, sirviendo chocolates y cafés con churros? ¡Ustedes mismos!



AdriPozuelo (A. M. A.)
Villamanta, Madrid
16 de junio 2007.

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