domingo, 17 de julio de 2011

HISTORIAS CRUZADAS: Un porrón de años



Nada menos que…( ), -dejémoslo en taitantos- años habían pasado. Nada menos y nada más, desde aquello.

Soñaba con eso de día. De noche, al menos dormía. No a pierna suelta, pues nunca lo había hecho y ahora menos lo iba a hacer, ya que contra más mayor, más necesitas tener, tanto tus piernas, como la cabeza en su sitio. De lo contrario, te volverías loco e irías dando tumbos por ahí; por la vida.

Una vida que no había sido de color rosa, -o un camino de rosas, como popularmente se dice- pero que negra tampoco lo había sido, pues de eso se encargó, y bien, a conciencia, ya desde su adolescencia.

Pero dormía bien. No sé si debido al cansancio, o por tener la conciencia tranquila, pero dormía y durmió bien en lo sucesivo.

Desde su adolescencia se preocupó y procuró, que fuese lo mejor posible cada noche y mejor cada día en el trabajo. Pues aunque muchas de las personas que le mandaban hacer, que le ordenaban cómo hacer; gente que le decía que velaba por él; que esto, o aquello, "lo hacemos por ti, por tu bien, para que te hagas un hombre de bien en la vida", cuando veían que le sentaban mal todos y cada uno de los atropellos de que era víctima; todos y cada uno de los abusos que sufría en su persona, y diminuta por más señas, sabía, como pronto comprobó, que se lo decían por el bien propio, y no el suyo, más que por verle “hecho un hombre”.

No es que fuese un enano, en el sentido literal o estricto de la palabra o definición, pero no tenía la estatura acorde con la edad en curso en aquellos momentos; en aquellos años.

Puede que fuese debido a lo que cargaba sobre su espalda. Puede que sí, puede que no, hay tantas cosas que pueden influir en el crecimiento de un chaval: alguna enfermedad, que las hubo después: algo, o un mucho de onanismo, que lo hubo entonces, dado tantas tentaciones que le asaltaban.

Aunque por esto último no creía él que fuese, ya que tenía un amigo, Agustín, “el paja”, que no sabría decir si se le puso el mote por lo espigado que era o por darle al pecado, como decían los curas que era aquello, además de decirle que no crecería y que se quedaría ciego.

Qué cosas. Cuando comenzó a trabajar en la capital, en Madrid, como aprendiz de dependiente, veía a una persona ciega, como a los vendedores del cupón, por ejemplo, y pensaba… ¡Qué más da lo que pensase, es irrelevante!

Algún vecino decía, cuando le veía con los sacos que llevaba cargados, atravesados sobre los hombros y con la cabeza “gacha”, obligado a mirar al suelo debido al bulto y al peso de los costales: -“Pero cómo cargas así, muchacho, que no vas a crecer”. ¡Qué razón tenían!

Dos costales, o sacos grandes de tela que tenía que llevar, llenos de hogazas de pan y barras gallegas, por más señas, todas las mañanas al convento de las monjas franciscanas que estaba junto a su casa. ¿Dónde había oído él, aquello que decía: “te ganarás el pan con el sudor de tu frente”? ¡Joder con la frasecita! Y, ¿cómo podía cargar yo así, desde los siete a los once años? Se decía.

Claro que, no se los cargaba él solo, no podía, se los cargaba Goyo, el panadero. Él se quedaba de pie, -parado para Argentina- quieto, sin moverse, en lo que el otro le colocaba los dos sacos sobre la cerviz y los sujetaba hasta que él daba los dos o tres primeros pasos –torpes e indecisos- y encauzaba la marcha.

Después de eso, a los once años, habiendo cumplido con el colegio –no volvió más por él- y con las monjas, comenzó a repartir el pan de Goyo. Éste lo hacía con su coche, un Dodge pickup, y él lo hizo con el remolquillo que el panadero había usado hasta que se sacó el carnet de conducir.

Repartía el pan a varios conventos más que había en el pueblo, además del de las franciscanas, que ahora lo harían entre dos de sus hermanos. Lo que él había hecho solo, lo harían ellos dos. Claro que ellos eran más pequeños.

Aquello duró poco, unos dos años, pues a los trece, faltando dos meses para cumplir los catorce, comenzó a trabajar como “aprendiz de dependiente”. Otra ironía más, ya que como no lo aprendiese por su cuenta, allí nadie le enseñaba nada relativo al oficio; trabajaba de repartidor con una bicicleta y de cargador. ¡O descargador! Porque tenía que descargar las mercancías de los camiones, cargándose sobre la espalda los sacos de víveres, de 60, 70 y 80 kg, bajándolos a la cueva de la tienda por una grasienta y peligrosa escalera.

Como aprendiz que era, aunque directamente no le enseñasen nada, aprendía rápido, sobre todo a hacer más llevadero y menos penoso el trabajo

No creció hasta que no dejó de cargar así; “a lo burro”. Hasta que se las ingenió recordando una fábula que les contaba el maestro de medianos, en el colegio nacional. Los nacionales como les decían entonces, donde no logró terminar los estudios de primaria, al haberlos “cambiado” por el trabajo a lo burro; a lo bruto; Y a lo bestia, diría yo. ¡Y aquél vecino también!

Aquél vecino era el señor Dionisio, que aparte de lo del crecer: "-¡Recordándome mi estatura todos los días, como si yo no me viese en el espejo ¡"- le decía: -¡Chico, si es que cargas como una bestia!

Llevó a efecto la moraleja de aquella fábula, de ahí en adelante. Hasta que pudo llevar a la práctica sus planes. Ya no llevaría la carga sobre sus hombros cuando tenía que llevarla y cuando la “bici” se averiaba. Pasó a llevarla sobre un carrito de mano, un remolque con dos ruedas de neumáticos hinchables, igual al que había usado en la panadería

Claro que estas ruedas se pinchaban con una facilidad pasmosa, pues se quedaba pasmado mirando la rueda de turno pinchada, con los brazos en jarras, la boca abierta y con una rabieta encima, que ni la del perro de los Baskerville.

Pero por sus mientes no pasaba la idea de destrozar a mordiscos las gomas, no. La hubiera emprendido a dentelladas con, con…, bueno, con quien velaba por su hombría futura, que era quien le mandaba a deambular por esos caminos sin luz, llenos de gachas de barro por el efecto de las lluvias, o escabrosos de rodadas profundas y picudas de lodo seco, efecto de la justicia solar tras el cese de los chaparrones.

Porque además, para más inri, siempre le dejaba tirado en el páramo y a ser posible, -lo cual para el carrito lo era- se quedaba clavado en el barro, y tanto de noche como de día, o sobre los surcos encrespados que dejaban marcados en el camino las ruedas de los diferentes tipos de vehículos. -¡Perra suerte la mía! Se decía en tales circunstancias.

Con qué facilidad habían accedido a su petición, relativa a utilizar el carrito que estaba como olvidado en un rincón del garaje, al cual tuvo que lijar el óxido que tenía acumulado en sus hierros, para después pintarlo a su gusto y sudar lo suyo para poder inflar las acartonadas ruedas con la bomba de inflar las de la bicicleta. Creyendo que no sería capaz de hacerlo andar, accedieron a que lo usase. Si llegan a saber que podría conseguirlo, no le hubiesen autorizado. Tal era su mala leche.

¡Hozú, qué trabajo nos manda…, un señor! Y hablando de trabajo, y de que no lo mande… un señor, me viene a la memoria una canción que cantaba mi madre, en lo que hacía la cama, vara de fresno en mano, la cual usaba para extender y colocar el embozo de las sábanas, las mantas y la colcha.

“AY, ayayay, que trabajo nos manda el Señooooor,
agacharse y volverse a agachaaaar,
no arrebañes los campos de mieeeeees
que detrás de las hoces voy yooo.

La segadora con su esportillaaaa,
va recogiendo por los rastrojos,
nana, nanara, lara, larala, laralaraaaaa….”


AdriPozuelo
Córdoba, Argentina
10 de junio de 2009

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