domingo, 17 de julio de 2011

Adiós al cilindrín



Cuando te conocí tenía, ¿trece, catorce años? No lo recuerdo con exactitud, pero en todo caso, joven e inexperto, al igual que inmaduro para eso, sí lo era.
Eso, ese acto, ya se lo había visto realizar a muchos mayores, a mi padre, a mis tíos, a amigos de ellos, a vecinos, como a extraños en general, y parecía bueno. Tanto es así, y por tal motivo, que quise probarlo yo también y me puse manos a la obra.

Al principio, la primera vez, no me supo muy bien que digamos. No le encontré el gustillo que veía a otros que le sacaban al acto de chupar “el pitorrín”, como lo llamaban algunos. No sabía dulce aquello, no estaba amargo tampoco y salado, ¿salado?, no, tampoco salado. ¿Qué raro sabor era aquél? ¿Cómo podían sacarle el gusto a esto? Sería cuestión de seguir intentándolo. Tras la primera vez, vino la segunda, eso es obvio, y hubo una tercera y una cuarta, así, hasta que le cogí el gustillo, el tranquillo.

Cuando la primera vez te tomé, y muy torpemente, entre mis dedos, parecías tan frágil, tan suave, tan liviano, que temí hacerte daño, romperte, o dañarte en el exterior y quedarme compuesto y sin novia, como quien dice. Sin probarlo, sin degustarlo, sin catarlo, sin sacarte el gustillo, vamos. El gustillo, que al parecer, y según la expresión de satisfacción, de regusto en el chupar que se reflejaba en sus semblantes, sacaban otros. Yo, por tanto, ¡no podía ser menos! No lo fui y te saqué toda la esencia, todo tu sabor, todo tu aroma embriagador, todo tu contenido, desde lo más profundo de ti, hasta el punto de llegar hasta el final apurándote al máximo. ¡Y qué mareo! ¡Qué devaneo!

Cuando terminaba con uno, ya estaba pensando en el próximo. ¿Cuándo podría echar otro? En cuanto se presentara la ocasión. ¿Cómo haría para que nadie se enterase y no me vieran? Ya me las apañaría yo bien para que eso no sucediera, pues aparte de ser pecado, según me habían comido el coco, estaba reservado a los hombres, a los hechos y derechos y con pelos en el pecho. ¡Ya me crecerían, no te digo!

Al principio, digamos que tras cogerle el tranquillo y el gustillo, que yo diría el gustazo, y a los pocos días del primero, me fui aficionando y pasé de uno o dos al día, a cuatro, o quizás cinco, e incluso más. ¡Qué barbaridad! ¡Qué brutalidad! A esa temprana edad y echando más de cinco al día. Pero, ¿qué quieren, si uno es joven, fuerte, resistente a todo, incluso a las tormentas a la intemperie? Si se tiene aguante para trabajar duro, pulmones como para subir un 8000 sin oxígeno y de una sola tacada, ¿cómo no va a aguantar el cuerpo, cinco, seis, diez y los que pudiese uno echarle?

Si lo hacían los mayores, aun trabajando menos que yo, y hasta los que se sustentaban en bastón porque las piernas ya les flaqueaban, ¿no iba yo a hacerlo también? ¡Por supuesto! Si no mejor, al menos igual. Y así lo hice hasta ahora y van cayendo unos veinte al día; y los años, que tengo al caer los 58 sobre mis hombros.

Pero amiga, hoy por hoy, tengo que dejar de comprarte. Tengo que prescindir de ello amigo. Amigo, de casi toda mi vida. Amigo que me has acompañado tanto. Tanto, que a veces has sido mi mejor compañero de fatigas. Fatigas sobre todo, y más últimamente, pues ya asfixias. Me dejas sin respiración a veces. Me tienes cansado. ¡Harto!, en una palabra.

No quiere esto decir, que no te salude, o que me haga el loco cuando te vea, pues no obstante, han sido muchos años de convivencia y complicidad, no, pero a mis labios no te acercarás más, no te llevaré más hacia ellos. No saborearé más tus jugos, ni aguantaré tus malos humos. No me dormiré contigo, ni estarás más a mi lado antes de dormirme. Ni antes de dormirme juntaremos más nuestras bocas.

Mi boca con tu boquilla, claro, pues, aunque al principio no la tenías, que lo hacíamos a pelo, sin nada artificial ni artificio alguno entre los dos, he comprobado que, con protección o sin ella, a pelo, es igual; me sientas mal. Fatal. ¡Que lo sepas!

Por tanto, no voy a quemarme más por ti. No voy a quemar más el dinero, pues hasta mi nieto ha aprendido, y ya sabe decir: “-¡Abuebo! ¡No gumes!”. Así que, adiós cajetilla mía. Adiós cilindrín de mis pecados; de antaño, se entiende, que ahora no peca ni el más, ni el menos pintado.


AdriPozuelo
Villamanta, Madrid
26 de marzo de 2008

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