Al bajar del tren te recibía el bullicio soberano de una estación central de ferrocarriles: sonidos de locomotoras, sus olores y sus humos, los que casi se masticaban, ruidos estridentes; voces; todo ello muy natural en una estación principal.
El trajín que allí había era frenético. Los mozos de cuerda –aún se les seguía llamando así, aunque ya no se valían del utensilio que les daba nombre-, con sus guardapolvos azules, estrechos por arriba y anchos, muy anchos, por abajo, con su gorra negra de visera, unos, otros con boina, corrían en todas direcciones.
Estos hombres me recordaban a los mieleros de La Alcarria que pasaban por delante de casa, con dos barriletes de madera llenos de miel y el cazo para servirla, sobresaliendo por un orificio de la tapadera, metidos ambos en una alforja de tela gris, colgada de un hombro, y una cesta de mimbre colgada del brazo opuesto, donde llevaban quesos manchegos. Tras apearse del tren por la mañana, callejeaban por el pueblo hasta el atardecer con su pregonar: “-¡¡Ha llegado el mielero!! ¡Miel de la Alcarria! ¡Buena miel y queso manchego!”
Todos los mozos llevaban un carrito de mano, con dos ruedas muy pequeñas, para trasportar las maletas de los viajeros. Unos los llevaban vacíos, otros llenos o con alguna maleta, circulando éstos en dirección contraria a los otros por los atestados andenes.
Los primeros corrían hacia los trenes sorteando a los que íbamos por los andenes, unos indolentes, otros muy apresurados. ¡¡Que voy, que voy!! ¡¡Paso, paso!! Gritaban, avisándote para no ser arrollado. También había unos trenecillos eléctricos con varias vagonetas de plataforma, rodando sobre cuatro ruedas de goma cada uno, conducidos por un hombre que, puesto de pie sobre una pequeña plataforma, iba mirando al frente.
Unos iban a recoger equipajes y otros se cruzaban ya con las plataformas repletas de maletas, sacos, cajas de madera y de cartón, y bultos envueltos en arpillera, cosidas con cuerdas. Tanto los de a pie, como los de los vehículos, hacían carreras por ver quién llegaba el primero a "llenar". Menos el del correo, pues ese tenía la carga asegurada, al igual que las habichuelas.
Corrían hacia los trenes de largo recorrido que llegaban del Norte; nombre propio de la estación, o del Príncipe Pío, por encontrarse en la parte baja de la antigua montaña homónima, que aunque llamada así desde tiempo inmemorial, no pasaba de ser una loma, donde en su meseta quedaban las ruinas del antiguo Cuartel de La Montaña, testigo de excepción de la historia bélica de Madrid, con ocasión de fechas tan señaladas como la del 1808 y la de 1936.
Como pude comprobar en sucesivos viajes, allí –en la estación- confluían los que venían de Santander, El Ferrol, La Coruña, Lugo, Ponferrada, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Burgos, Palencia, Ávila, Segovia, Bilbao, Vizcaya, Vitoria, Irún, Hendaya y otros destinos que no recuerdo, y los especiales como el de Las Rías Altas y Las Rías Bajas, el Talgo, el TAF y el CAF. Estos tres eran los más rápidos, los “ave” de entonces, siendo el primero de invento español –de Oriol- y los dos últimos procedentes de la FIAT de Italia.
El segundo grupo de carretilleros, con sus carritos ya llenos de equipajes y bultos varios, y caminar más lento, se dirigían al despacho de facturación de equipajes o a la parada de taxis, que momentos antes habíase quedado al completo, pues acudían en masa avisados por la emisora de radio que transmitía la llegada de los trenes.
Dentro del recinto de aparcamiento, desde la entrada y junto a la valla, formaban dos filas que bordeaba el interior de éste, terminando ante las puertas de salida de viajeros de la estación. También continuaban por el exterior, pegados al bordillo de la acera que subía hacia la Cuesta y Paseo de San Vicente, una, y la otra, alineados junto al bordillo que quedaba por frente a la estación -junto la acera de la izquierda del paseo-, siendo su frontal hacia la plaza y la retaguardia extendida en dirección a San Antonio de la Florida, nombre que también tomaba el susodicho paseo.
Llegaban a formarse dos filas considerables, alternándose los vehículos de una y otra para entrar a recoger viajeros -cargar, como ellos decían-, según iban saliendo otros ya alquilados. Semejaban a largas hileras de “procesionarias”, ya que quedaban parados muy cerca unos de otros, de tal forma, que parecía que estaban pegadas las delanteras con las zagas.
Al ir pintados de negro y llevar por la parte superior de las aletas, y a ambos lados, una franja roja que iba horizontalmente desde los faros hasta los pilotos traseros, más los destellos y movimientos que se reflejaban en sus superficies, pues el coche lo llevaban limpísimo, al menos por fuera, se hacía más patente la ilusión óptica que los semejaba a dichos gusanos.
Otros viajeros, o pasajeros, bajaban del tren y continuaban por el andén haciendo lo mismo que venían haciendo en sus asientos dentro del vagón; seguir imbuidos en la lectura. Los viajeros leíamos de todo durante el viaje: periódicos, novelas, revistas o libros y así continuábamos algunos por el andén, al encaminarnos a la salida.
Unos nos dirigíamos hacia la parada del metro en el interior de la estación, o bien a la del exterior, sita en el aparcamiento, así como a las de fuera del recinto que quedaban sobre las aceras del paseo, según las preferencias o manías de cada cual. Había quienes decían que, en tal entrada había menos cola en taquillas que en otras. La verdad es que según horas punta, había cola en todas y si no era hora punta, no había espera en cualquiera de ellas, por tanto: ¿no eran manías aquello?
Otros se dirigían a las paradas de autobuses, en el paseo, incluso alguno que otro a tomar un taxi, ya que si lo tomaban dentro pagaban un recargo por el canon de estaciones y aeropuertos que se sumaba a la bajada de bandera.
La mayoría de los lectores íbamos andando sin despegar la vista de la lectura y al igual que los mozos, sorteábamos a los peatones en dirección contraria; adelantábamos, o rebasábamos, a otros que caminaban en nuestra misma dirección, con indolente caminar más acusado que el nuestro; esquivábamos columnas y carritos, e incluso, bajando las escaleras del metro y más allá, seguíamos enfrascados en la lectura. Sí; en el metro; a su salida; cruzando calles y plazas... No sé de otros, pero mi más allá solía ser hasta la entrada del trabajo.
Entre todo este devenir de carritos, trenecillos, peatones y viajeros, desde que se bajaba del tren hasta llegar a la salida, había todo un mercadillo ambulante. Y entre todos ellos, también podíamos ver alguna figura que, taciturna, quedaba en algún andén, con “sus bultos” en el suelo, pegados a sus pies y sentada sobre alguna de sus maletas, en actitud de fastidio, quizás por no haber sido recibida por quien esperaba; aquél familiar o allegado que te abraza, te besa, o te come a besos, hasta la asfixia, apenas desciendes del tren.
Nos encontrábamos con los vendedores de cigarrillos y golosinas, llevando una cesta colgada al cuello, rebosante de mercancía. Éstos incluso subían a los trenes en marcha, antes de su parada final, disputándose la primera venta, como subían a los coches de largo recorrido antes de partir.
También estaban los que con sus quiosquillos móviles –carritos de dos o cuatro ruedas-, te vendían prensa diaria, revistas y golosinas, más otros que vendían mecheros y piedras para los mismos.
También encontrábamos por aquellos andenes, al igual que por cualquier calle o lugar de Madrid, al que arrastrándose sobre una especie de alfombra de goma, o de cualquier otro material -la cual llevaba atada a la cintura pues le faltaban las piernas-, pedía limosna y vendía coplas, o coplillas, y cancioneros.
Dos de estos inválidos –de guerra según rezaba el cartelito que lucían sobre el pecho, junto a alguna medalla al valor-, los domingos y días de fiesta por la tarde iban a venderlas a Pozuelo de Alarcón, por las inmediaciones de la estación y de los bailes de verano “El Pénjamo” y el “Tip-Top”.
Encontrábamos también cerca, o junto a la salida, a la ciega o ciego de la ONCE con su bastón blanco y sus "iguales para hoy". -¡Llevo “la niña bonita”! –decía una- ¡Llevo “el trece”! –contestaba el otro-. Igual los podíamos ver junto a una puerta que junto a una esquina, de la que solían ser asiduos, así como a las entradas de edificios dedicados a diversas actividades.
Inmediatamente después de quedar despejados de viajeros los andenes, eran invadidos por los empleados del servicio de limpiezas, que con sus carritos donde llevaban los baldes de madera, los cepillos con sus largos mangos, escobas y productos de limpieza, se disponían a dejar los coches impecables, dispuestos para ser ocupados por otros viajeros minutos después.
AdriPozuelo (A. M. A.)
Sacedón, Guadalajara
16 de julio de 2011
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