jueves, 24 de enero de 2013

Me acuerdo de... y tenía tres años. Capítulo 3º

La recaudación “benéfica”

Llegamos el primer día de clase del mes de septiembre y nos recibe D. Vicente con una sonrisa. -¡Hombre los noveles! (¿?).

Aseado, pelo cano peinado a raya y bien pegadito arriba y a los lados, bien parecido de cara, gafas de lectura en la punta de la nariz, camisa blanca, corbata negra, guardapolvos gris claro, pantalón gris marengo y zapatos negros relucientes -cada dos por tres se los limpiaba en los pantalones-, de andares desgarbados, pues andaba un poco “cargado de hombros”, y aspecto bonachón. ¡Las apariencias engañan!

Los "mayores" llevábamos carteras de cuero de color marrón, confeccionadas por mi madre, cosidas con tramilla –bramante- y solapa sin cierre de enganche ni asas, ya que estos hubiesen salido caros. No tenían “cuerpo”, o la clásica rigidez de una cartera, pues el cuero, o la badana, ya que era esta piel fina de la que estaban confeccionadas, se la regalaron a mi madre unos señores veraneantes de la colonia, al comentarles mi madre que no tendría dinero como para comprar carteras confeccionadas, o mochilas, de que las había en la mercería de Valbuena, muy bonitas de cuero rígido. El párvulo tan solo llevaba una cartilla en la mano.

Dentro de la cartera metíamos: nuestra enciclopedia Álvarez, que compendiaba todas las materias que daríamos, como Historia Sagrada, H. de España, Geografía, Matemáticas y Gramática; el catecismo; el cuaderno de dos rayas para la caligrafía; otro cuadriculado para las cuentas; el de las tablas de sumar, restar multiplicar y dividir; el plumier de madera con tapa abatible, otro año fue de tapa corredera, otro de "dos pisos", lo que se debería a que a mi padre ya le pagarían más de sueldo; pinturas, tan solo un estuchito de cartón con seis colores marca Alpino; lápiz de madera barnizada Alpino -el más barato-; goma de borrar Milán -el borrador- y sacapuntas, el cual se perdía a los pocos días, haciéndole compañía “el borra”, o “la borra”, al abreviar de los chavales. Comprábamos otro y al poco también se perdía. Así sucedía todos los años y durante los meses lectivos se tenían que comprar varios.

Ahora que, digo yo, ¿no se “perdería” para que sacásemos punta en la maquinilla que tenía D. Vicente y que cobraba 20 céntimos por ello, después de que la “habíamos comprado entre todos”, como él decía y como así fue en verdad? Claro que yo aporté algo menos que otros para la compra, pero más que él sí, pues en una sola aportación ya aporté ocho pesetas y pico.
El pico no recuerdo a cuánto ascendía, pero lo que no se me olvidará es que se quedó con el importe íntegro alevosamente, pues fue una cantidad que me encontré entre la arena, muy cerca del “cole”, entre este y el puente “nuevo de piedra” -el de esta foto-, cuando íbamos a comer a casa. Yo sabía, o estaba casi seguro, de quién era el dinero y se lo dije, pues la chica iba un poco más adelante que nosotros, ya para entrar bajo el puente, cuando el maestro llegó donde yo estaba.

Me dijo que me callase, pues lo mismo no era de ella y podía decir que sí, por el hecho de quedárselo, que fue lo que hizo él, diciendo que solo lo guardaba y si alguien lo reclamaba se le daba y en paz, sino, me lo daría a mí, que para eso era yo el que lo había encontrado.
No soltó prenda el tío, ni aun diciéndole que sabía a ciencia cierta que era de aquella chica, ya que era amiga de una prima mía y le había contado que “yendo a comprar el otro día, perdí el dinero cerca del colegio”.
A mí tampoco me dio “los cuartos”, aunque se los reclamé en varias ocasiones, diciéndome en la última que sería para la ayuda de la compra de la máquina sacapuntas.
Por tan cuantioso aporte, me concedía una serie indefinida de usos de la máquina y una serie de tragos del botijo. De lo que luego fue como aquél de Guadalajara, que de lo que dice por la noche, por la mañana no hay nada. Si quería afilar el lápiz o el pizarrín, 20 céntimos por cada uno, al igual que si quería empinar el botijo. Por lo demás nada, pues no hacía uso de ello, ya que yo “iba de casa comido, meao y cagao”, que era como él decía que había que ir al colegio, además de “bebido”, pero no borracho.
Comprar la maquinita, la compró él solito, pero la pagamos entre todos los chicos –él no puso ni cinco céntimos- y por tanto podríamos sacar punta a los lapiceros, “todos” y gratis, según nos había vaticinado.
La maquinilla se había comprado con el dinero que nos sacaba a los alumnos, cobrándonos canon por ir al servicio, al precisar hacer nuestras necesidades fisiológicas más elementales, como por beber agua del botijo que había en clase.
De estas actividades “lúdicas” era de donde procedían sus ingresos en mayor parte, ya que también nos vendía lapiceros, cuadernos, pizarras, pizarrines para escribir en ellas, plumines, plumillas, papel secante y tinteros, gomas y sacapuntas y hasta las bolitas de anís –“gordas” y “pequeñas”- que compraba con la recaudación, “para regalároslas o dároslas como premio”, según sus mismas palabras.
Según fuese la acción a premiar, podría ser de las gordas o de las pequeñas, pero nunca fue así.
Todo esto lo guardaba, bajo llave, en un armario de madera que había en un lateral de la clase junto a la pared, el cual abría para mostrárselo a los inspectores, muy orgulloso él, pues “todo esto es para auxilio de los alumnos, cuando se encuentran, incompresiblemente, sin alguno de estos objetos”. Decía y se quedaba tan ancho.
Aclaraba que a precio de tienda: “al precio que los compro, al mismo que se los vendo”, siendo la “caja registradora” una cajita cuadrada de madera que en un rincón del mueble y sobre una alacena reposaba. ¡Iba sobrado de cinismo el dómine! ¡Menuda desfachatez la suya!
A los que no teníamos dinero, que éramos la mayoría, nos decía que si no queríamos pagar por ir a hacer nuestras necesidades básicas, la solución era sencilla “pues al colegio se viene comido, bebido, meao y cagao”. Así que como la mayoría no seguía la máxima, de la que se hacía eco mi madre y por esta razón no nos daba un céntimo, pagaban y hasta se disputaban “el botijo” en las subastas, quizás como ostentación de “los dineros” de que disponían ciertos chavales, ya que siempre la puja estaba a cargo de tres, cuatro a lo sumo, que eran los que “manejaban”.
En pocas ocasiones se lo disputaban entre cinco, aunque en un principio comenzaba pujando casi toda la clase. Claro que esto lo hacíamos “de coña” pues como yo, había otros cuantos que “teníamos telarañas” en los bolsillos.
Las tarifas que estableció para usar la maquinilla, cuando ésta entró en pleno funcionamiento, eran las siguientes: además de los 20 céntimos para sacar punta a los lápices y pizarrines, finos, creó la "tarifa gruesa", pues la máquina tenía varias entradas, a propósito para los distintos calibres de lapiceros, pizarrines y difuminadores, ya que entre el material "obligatorio" que debíamos usar, estaban estos -aunque entraron en uso algo más tarde- y unas pinturas gruesas, de calibre octogonal y de dos colores, en una mitad azul y en la otra rojo. Por estos, al igual que por cualquier tipo de tiza, ya que la máquina "podía con ellas", 30 céntimos.
Las tarifas para necesidades fisiológicas y demás golosinas eran: pis, 10 céntimos; caca, 20 céntimos; bolita de anís pequeña, 10 céntimos; bolita de anís gorda, 20 céntimos y el mismo precio por beber agua del botijo; subasta por ir a llenarlo a la fuente, hasta que se dejaba de pujar y él contaba hasta 3; el no pagar por todo aquello, no tiene precio.
A veces, en las subastas se pasaba de las 10 pesetas el monto, siendo casi siempre el mismo el que se llevaba el gato al agua; en este caso “el botijo”.
Este se llamaba Isidro y respondía al mote de “el botijo”, que no sé yo si era por esta afición suya de llevar el recipiente a la fuente y traerlo lleno de agua, o por el tipo de su figura con apariencia del producto alfarero. Para el caso nos es indiferente que fuera una u otra la causa, pero hay que reconocerle “el mérito” al que tal alias le dio, ya que tuvo que devanarse los sesos por dar con tan acertado mote.
Toda aquella recaudación se iba echando en una caja de madera que ponía sobre su mesa cada mañana, tras sacarla del armario donde dormía bajo llave todas las noches. También allí se escondía cuando venía la inspectora –no conocí a un inspector- y su variopinto séquito.
Pobre del que dijese algo de todo aquello durante la inspección, pues ya nos advertía antes y nos “leía la cartilla” al respecto. Así que, “chitón y a achantar la muy” se ha dicho.
Como la clase de mayores era la primera del pasillo, siguiente puerta del local de la OJE que estaba junto a la entrada, siempre inspeccionaban allí primero y nunca le pillaban en un renuncio, ya que el capullo del profe de mayores mandaba a alguno de los alumnos, con cualquier pretexto, para avisarle y así que no le pillasen con la recaudación sobre la mesa. ¿Irían a pachas a la hora de repartirla?
Aunque las maestras y maestros ya estaban prevenidos de la llegada, con fecha y hora desde días antes. En una sola ocasión, de la que no recuerdo si fue por visita de la inspectora, o la visitante que era una personalidad importante, la recibimos en el pasillo y bien formados en tres filas, dejando solamente la mitad del pasillo como calle.
La señora, y su séquito, se paseó delante de nosotros, mirándonos con mirada dulce, como si todos fuésemos sus amantísimos hijos y regalándonos una sonrisa, que no puedo decir si era la mejor que tenía. Creo que tan solo tenía una, pues no la cambió ni un ápice en lo que duró la revista de la joven tropa, cual si fuera su cara de cartón, o llevase puesta una careta de aquellas que nos compraban en fechas señaladas, con una goma para sujetarla por detrás de la cabeza, con la cara de algún personaje importante o famoso dibujada en ella y con dos orificios en los ojos de la caricatura y que nosotros usábamos para mirar a través de ellos, para no chocar con nada ni nadie. Aunque como la visibilidad era reducida y limitada al frente, te dabas a veces unos golpes...

Adrián Martín Alonso
AdriPozuelo
Villamanta, Madrid
18/3/2007


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